La siguiente reflexión tiene su origen en una brillante, muy concurrida y enormemente mediática conferencia, acompañada de un entretenido coloquio, de las que hemos disfrutado recientemente en el Grupo Vasco del Club de Roma. El título ha sido: “Democracia y política en tiempos de transición”, siendo el ilustre ponente Aitor Esteban, portavoz de EAJ-PNV en el Congreso de los Diputados. El resumen y la grabación de la ponencia pueden los interesados disfrutarla en nuestra página web (https://www.clubderomagv.org/) y en nuestro canal de YouTube.

Además, hemos aprovechado la charla para inaugurar un nuevo ciclo de conferencias, con el provocativo e interrogativo título de “¿El fin de la democracia?” Y como en el Club de Roma nos gusta exponer la problemática acompañada de la resolútica, es decir no quedarnos simplemente en señalar las contrariedades sino intentar apuntar las soluciones, tratar del fin de la democracia, la consideramos con una doble acepción.

Por una parte, con un significado negativo, que nos recuerda a lo que Fukuyama llamaba el fin de la Historia y que, en su análisis, presuponía el ocaso de las ideologías y el advenimiento del pensamiento único. Esta negra percepción, por tanto, es fruto de la constatación de que cada vez hay menos democracias plenas en el mundo. Según el Índice de Democracia Global 2023 elaborado por The Economist solo existe en 24 Estados, que representan el 8% de la población mundial; por otra parte, en el otro extremo, en 59 Estados, que representan el 39% de la población mundial, se vive bajo un régimen autoritario. El índice, en uso desde el 2006, que también contempla democracias deficientes y regímenes híbridos, utiliza cinco variables: sistema electoral y pluralismo, funcionamiento del Gobierno, participación política, cultura política y libertades civiles.

Por otra parte, con una acepción positiva, fruto de considerar el fin en el sentido de finalidad, podríamos hablar de la búsqueda de un objetivo loable, de un propósito noble, como sería recuperar la importancia en el ser humano –formado, solvente e informado–, poniendo la esperanza en las personas que son –como Protágoras, coetáneo de Sócrates, señalaba hace 2.400 años– la medida de todas las cosas. Lo ideal sería que no le ocurra a la Política lo que a veces le ocurre a la Economía, que enfoca solo lo macro, que aunque a veces vaya bien lo hace lejos de las personas, cuando debe también descender a lo micro, ir de los datos lejanos a las personas cercanas.

En teoría, en la democracia la toma de decisiones está en manos del pueblo o de sus representantes; la participación ciudadana se revela en manifestaciones y debates públicos, formando parte de partidos políticos y votando en elecciones o plebiscitos; se forma parte de un Estado de derecho, con leyes claras y justas que respeten las libertades (de reunión, de expresión, de prensa, de credo) bajo un sistema de controles y equilibrios entre diferentes poderes (ejecutivo, legislativo y judicial); existe el respeto a las minorías, la transparencia y la rendición de cuentas por parte tanto de los políticos como de las instituciones y todos los ciudadanos son considerados iguales ante la ley. Final del formulario.

Toda esa teoría se encuentra en peligro. ¿Por qué? Por los incrementos del populismo (que hacen creer que existen soluciones fáciles a problemas complejos), por la utilización de la desinformación y manipulación mediática (las falsas noticias), por el crecimiento de las desigualdades, por la exclusión social, por la polarización y falta de respeto y educación política... y por el concurso de todo ello conjuntamente.

Pero existen motivos para la esperanza. Por una parte, la sociedad civil activa y comprometida. Además, los jóvenes que no se quieren dejar manipular. También los avances tecnológicos, lejos de verlos como peligro y bien utilizados, nos tienen que servir para establecer nuevas formas de participación ciudadana y mejores controles democráticos. Y es clave que no tengamos miedo al populismo, incluso en el poder: puede que una vacuna contra ese virus es que fracasen demostrando su prepotencia, ignorancia y falta de humanidad. Como señalaba Aitor Esteban, dignifiquemos la labor política, formando en pensamiento crítico en las escuelas, atrayendo talento al mundo público y frente al ansia del poder a toda costa, haciendo más política.

El fin de la democracia no puede ser darle carpetazo, un final, o la puntilla; sino buscarle una finalidad ilustre, un propósito claro, contando con las personas y sus representantes. Eso sí, todos bien formados en valores cívicos, no excluidos ni social ni económicamente e informados por fuentes profesionales y fiables. Y la responsabilidad es de cada uno. Así la democracia tendrá propósito y no entierro, finalidad y no fin.

Coordinador del Grupo Vasco del Club de Roma