Fue en un programa de televisión, no recuerdo cuál, de repente un tertuliano utilizó una palabra extraña que tampoco recuerdo (pudo haber sido “tibulín” o “estrujis”) e inmediatamente se autocorrigió (en realidad, no tenía necesidad de hacerlo, porque normalmente los tertulianos no se escuchan más que a sí mismos).
“Uy, perdón, esta es una palabra que usamos solo en casa”, dijo.
Es lo que se denomina idiolecto, el habla particular de una persona o de un grupo familiar o de amigos, una especie de idioma doméstico, con términos propios, que solo quienes pertenecen a ese círculo lingüístico utilizan y comprenden.
Cuando escuché al tertuliano, pensé en algunas de las palabras de nuestro idiolecto familiar, que es más bien un idiotolecto, porque tendemos a deformar algunas palabras, pronunciándolas deliberadamente mal (por ejemplo, en lugar de decir “tener estrés” decimos “tener exprés”).
Algunas de las palabras estrella de nuestro diccionario propio son: “culiculi”, para referirnos a las marcas blancas de refrescos de cola, y por extensión, de cualquier producto; “esterilizar”, por estilizar (esta nos la apropiamos de una dependienta de una tienda de ropa, que dijo a mi madre que determinada prenda la “esterilizaba” mucho y le hacía un “entorno” muy bonito); y tenemos también un amplio vocabulario adoptado de cuando los niños eran pequeños y hablaban con lengua de trapo: “recatera”, por “carretera”, “el lanintendo”, por “la Nintendo”, y, al contrario, “la saña”, por “la lasaña”, etc. Una que me gusta mucho es una ultracorrección que hizo mi hija cuando comenzaba a leer: “egnomo”, por “gnomo” (es decir, ella hizo lo que tenía que hacer, leer lo que ponía; a partir de entonces en nuestra casa David el gnomo es David el Egnomo)...
Todos tenemos uno o varios idiolectos, y es divertido hablarlos. El riesgo que se corre con ellos es que pueda sucedernos lo que al tertuliano, que de tanto emplear de una manera doméstica algunas expresiones o algunos usos incorrectos, acabemos por darlos por correctos, empleándolos también fuera de su ámbito familiar. Que acabemos diciendo “tibulín” o “tener exprés” en público.
La moraleja es que eso es algo que se puede trasladar de la lingüística al terreno de las ideas o las costumbres, por ejemplo, que si en nuestra casa es costumbre dar un soplamocos a alguien cada vez que, no sé, estornude, acabemos creyendo que eso es lo normal o lo correcto y lo hagamos también fuera de casa con algún extraño; o que si escuchamos de manera repetida (en casa, en la televisión, o en X) que los emigrantes son delincuentes o los partidos de ultraderecha democráticos, terminemos aceptando como válidas esas ideas falsas, es decir, esos idiotolectos.