TENGO edad suficiente para haber escuchado a Victor Jara antes de que lo matara la dictadura de Pinochet. Pude visitar muchos años después los barrios altos de Santiago de Chile y otros muy bajos. Supe, claro, que la canción de Jara dedicada a la mediocridad y el postureo de los burgueses cómplices y culpables había sido antes un grito anticapitalista de Pete Seeger. Siguió lloviendo mucho, con tantas muertes injustas. Por supuesto lloré durante el concierto en que Lluis Llach cantó sus campanades a mort en el mismo Vitoria. Llevo conciencia y contestación social grabadas en el cuerpo desde los tiempos de la lucha contra la ley universitaria; también fui a destruir materiales incriminatorios la tarde en que el golpe de Tejero amenazó el cotarro. He ido viendo también a arribistas haciéndose de oro, cuando menos pellizcando parte del pastel; he pasado la vida encontrándome a gentezuela que de alguna manera se arrimaba al ascua adecuada y medraba, cómo medraba. Vi también gente cayendo engañada en sus historias, unos con la chuta, otros acabaron en Soria, quizá eso me hizo demasiado escéptico y no supe a veces estar con los que sufrían esperando una revolución que nunca ha llegado. En las casitas del barrio alto, donde corruptos, pederastas y maltratadores se protegían del mundo con sur rejas y antejardín, se cocían las voluntades que aún hoy nos atan.

Digo todo esto hoy porque esta columna es a menudo mi válvula de escape. En los días en que entramos en la primavera más cálida y seca de la historia vemos también como los conseguidores de hace cuatro años se dedicaron, aprovechando el miedo, a ganar millones en comisiones traficando mascarillas. Pero lo peor es que en el barrio alto se dan palmadas por ser tan listos, tan de resipol y policrón, que decía el asesinado juglar.