COMENZABA febrero de 2019 cuando, junto con otros diputados del Congreso y en compañía de mi buen amigo y diputado catalán, Jordi Xuclá, acudí a la sede del Tribunal Supremo para acompañar en su entrada a los dirigentes catalanes a quienes se imputaba por el 1-O, nada menos que por incontables delitos de rebelión, sedición, usurpación de funciones públicas, desobediencia y malversación de fondos.
Allí recibimos la primera bofetada de realidad. Al margen de las prerrogativas unidas al fuero parlamentario, un fuerte dispositivo policial y con formas y conductas más hostiles que desagradables, nos cercó y nos impidió acercarnos, hasta situarnos a distancia de los procesados.
Pasado un rato, Jordi Xuclá y yo nos retiramos unos metros para conversar y cuando volvíamos sobre nuestros pasos, otro dispositivo policial montó una barrera física, con actitudes y palabras amenazadoras y nos impidió la vuelta.
Ese día sentí miedo. No solo violentado en mis derechos, sino amedrentado. Otros asistentes también. De vuelta al Congreso, trasladamos los hechos a la entonces presidenta, Ana Pastor, del PP, quien no hizo absolutamente nada por investigar o reparar aquella vulneración. No quiso poner límites a la conculcación, que era de derechos fundamentales, por afectar al ejercicio de nuestra función representativa.
Ya para entonces, circular por Madrid imponía algo más que respeto. Todos los edificios oficiales y muchos de los no oficiales se habían engalanado de banderas y eslóganes. Madrid olía a rancio y amenazador para quien no participara de esos símbolos, discursos y postureo patriotero. Acompañados de excesos y amenazas de la extrema derecha, y también de una derecha que empezaba a ser extrema. Salir del Congreso o cruzar la acera que conduce hasta nuestras oficinas suponía una exposición continua al insulto y la amenaza (Aitor Esteban, Joan Tardá o Gabriel Rufián, vosotros sí que habéis soportado lo indecible).
Callejear para comer, cenar, hacer alguna compra... era un riesgo que procurábamos sortear. Soportar comentarios que, en otras circunstancias, no hubiéramos podido admitir, se convirtió en una medida de prudencia. Porque sentíamos miedo. El miedo que da la intolerancia y el exceso ante la criminalización de decisiones pacíficas y democráticas.
Estos días, y a cuenta de acuerdos que, como todos, son susceptibles de crítica, vuelvo a percibir –esta vez desde la lejanía– aquel ambiente irrespirable. Exacerbación de filias patrias, de fobias amenazadoras (“Traidor”, “A la cárcel”, “Golpistas”...) y de odio a quien no siente la misma pulsión nacional.
Lo suelo comentar con mis allegados; desde la lejanía no se percibe realmente la amenaza del totalitarismo de la ultraderecha, pero es fácilmente detectable. Intolerancia, demagogia, populismo… Y dan miedo. Me vuelven a provocar miedo. Y alguien tiene que poner coto a excesos que dan miedo. Porque hay límites que nunca se deben superar, salvo que se quiera poner en riesgo la convivencia.
Acordar es consustancial a la existencia de diferencias y por ello es la expresión más acertada del ejercicio de la función parlamentaria. Su ejercicio no puede ser objeto de criminalización, ni el debate sobre su contenido se puede sostener en la amenaza, el insulto y la fuerza.
Sus conclusiones son ejercicio de la función más legítima, que es la representativa, la parlamentaria cuyo cometido no es solo la del legislador como poder contrapuesto al ejecutivo y judicial –que forman un Estado de derecho– sino conformadora del rasgo democrático del Estado mismo. Cualquiera de los poderes se legitima por la vinculación a su rasgo democrático, y éste, por la legitimación que le confiere su carácter representativo.
Hay un parlamento recién constituido, a quien corresponde elegir presidente de Gobierno. Será a dicho Parlamento y a ese Gobierno a quien corresponda ejercer la iniciativa legislativa, con uno u otro contenido, preferentemente consecuencia de acuerdos. Tachar de golpismo el ejercicio de tal función parlamentaria es una aberración conceptual, incompatible con una visión democrática del Estado. Criminalizar el contenido de un acuerdo programático que vaya a sostener tal proyecto gubernamental porque difiere de una acepción política, particular y sesgada, e implicar en su debate a poderes contaminados de defectos de legitimación, es contrario al carácter democrático del Estado.
En fin, sostener la necesidad de elecciones antes de que el parlamento recién elegido haya podido formar un primer gobierno, o quizás porque ha desechado su opción política, perdedora desde tal punto de vista democrático, es antidemocrático.
Y eso da mucho miedo. Y alguien debe poner límites a los excesos antidemocráticos que provocan miedo.
Exdiputado de EAJ-PNV