RESULTA casi estremecedor que alguien como Carles Puigdemont se haya convertido en figura estelar de nuestra actualidad política y social, hasta tal punto que sea capaz de mostrar ante los fotógrafos un semblante risueño que solo pueden mostrar los que se sienten profundamente satisfechos. Después de mucho tiempo las circunstancias y los azares parecen estar actuando en su favor, incluso los últimos resultados electorales han obrado en su provecho –que no en el provecho de las causas justas inherentes a una Democracia justa y recta–, porque los líderes de algunas formaciones políticas como la suya supeditan sus ideologías a sus caprichos y necesidades más perentorias… Y, desgraciadamente, a pesar de la Democracia que con tanto denuedo enarbolamos, en nuestro día a día casi todo lo reducimos a la consecución del Gobierno para, de ese modo, ejercer el poder. En resumen, que en Política casi siempre se supedita el Gobierno al ejercicio del poder: se trata de ostentar el Poder para practicar el Gobierno.

Ya vamos para algún mes sin que España, y los españoles, tengamos un presidente que nos represente realmente, porque el término “en funciones” resulta excesivamente provisional. Quien actúa “en funciones”, a la espera de que lo definitivo le alcance, suele supeditar buena parte de sus decisiones a la consecución de un fin o meta superior, lo cual provoca provisionalidad y, en gran medida, falta de rigor. Y bien, eso está ocurriendo en España donde una persona(je) del tipo de Puigdemont, se ha convertido en la piedra angular de nuestra Democracia por cierto, alguien que no reside en nuestro país porque huyó de él escondido en el portamaletas de un coche para evitar que las leyes que son de aplicación para todos sus vecinos y amigos, no le fueran aplicadas a él mismo. He ahí la osadía y desfachatez del personaje en cuestión.

No se trata de alguien que, tan valiente y convencido como humilde, se atreve a enfrentar el rigor de las Leyes, sino de alguien que huyó al extranjero escondido en el maletero de un coche, dejando abandonados a su suerte a quienes, aprovechándose de su institucionalidad y su posición aventajada, consideró siempre sus vasallos usándolos como meros instrumentos. Ahora Puigdemont permanece satisfecho fuera de su domicilio y país, aunque mimado y consentido además de sobrevalorado por las autoridades de su Comunidad Autónoma y de su formación política, mucho más preocupada e involucrada en las luchas intestinas de su formación que en la solución de los problemas sociales. Su semblante risueño le ha convertido en un cínico, no tanto en la acepción relativa a la doctrina filosófica fundada por Antístenes antes de que viviera Cristo, toda vez que ya estamos 26 siglos más avanzados, sino en esa otra acepción del término que se refiere a la actitud de la persona que “miente con descaro y defiende o practica de forma descarada, impúdica y deshonesta algo que merece general desaprobación”.

No creo que sea necesario profundizar en exceso. Lo normal es que el Señor Puigdemont retorne a su país o, si eso no es posible porque no forma parte de sus creencias ni preferencias, se quede donde esté, callado y feliz, haciendo tiempo suficiente para que deje de ser mi paisano, que es exactamente lo que desea. Lo cierto es que no representa ningún virtuosismo, ni condición humana digna de halago, desde que se negó a ser español (o catalán), como yo, aunque no lo sintiese. Ya no es mi paisano ni mi compatriota, porque no quiere serlo. ¡Debería dejarnos en paz!