HACE unas décadas, cuando los parques eólicos eran testimoniales en nuestra geografía, estas infraestructuras, de indudable impacto visual y paisajístico, se presentaban como una solución de futuro para conseguir una fuente de energía limpia que nos salvase del calentamiento global y de sus catastróficos efectos en el clima y en la salud del planeta, como consecuencia del ingente uso de los combustibles fósiles generadores del temido CO2 y otros contaminantes.

El interés general de los parques eólicos

Durante todo este tiempo su candidatura para ser protagonistas estelares de la transición energética desde el petróleo y el gas hacia fuentes de generación limpias ha sido apoyada por la inmensa mayoría de colectivos científicos, profesionales, sociales y ambientalistas. Sin embargo, cuando ha llegado el momento de llevar a la práctica su implantación masiva, la controversia social se ha adueñado de muchos de los emplazamientos elegidos. Parece ser que a pesar de que los expertos señalan con rotundidad que resultan imprescindibles para detener y, en su caso, revertir, el deterioro ambiental producido por el uso generalizado de los combustibles fósiles, nadie los quiere cerca o en zonas donde el paisaje o la fauna puedan verse afectadas por su presencia.

¿Por qué se produce este rechazo en contra de las evidencias científicas? La respuesta está una vez más en el fenómeno Nimby (siglas en inglés de “no en mi jardín trasero”), que ya conocimos en el pasado cuando se trataba de la implantación de fábricas generadoras de empleo y riqueza, pero con riesgos para la seguridad y la salud de la población. Como vemos este fenómeno también afecta a estos proyectos que hasta hace no mucho eran demandados por la sociedad, en especial por los colectivos ecologistas. Y esto es porque en la naturaleza del Nimby siempre ha pesado más la percepción individualista que la valoración del interés general ante el riesgo.

La normativa contempla procedimientos que garantizan la preservación equilibrada del entorno ambiental. O así debería ser, y si no lo es suficientemente, se debe exigir que lo sea de manera efectiva. Más allá de eso entran en juego las consideraciones más de tipo particular que pretenden preservar una forma determinada de entender el mundo en muchos casos sin considerar la realidad, sino más bien un ideal, sin duda respetable, pero dudosamente factible al menos en el corto plazo que es al que es necesario dar respuesta urgente.

El interés general (no sólo de nuestro territorio sino del planeta) se impone ahora más que nunca. ¿Cómo podemos conseguir la aceptación de los sectores sociales que se oponen? ¿Es suficiente con un proceso de información riguroso transparente y participativo? ¿Hasta dónde se pueden imponer los parques eólicos por interés general sin crear el caldo de cultivo para una movilización social contra los gobernantes y las empresas promotoras?

No hay mucho tiempo, la evidente urgencia que nos marcan todos los parámetros sobre la situación climática nos apremia a implantar soluciones con la máxima celeridad. Y por eso son necesarias respuestas imaginativas ante estas preguntas, respuestas que faciliten la aceptación de estos proyectos de forma amplia y suficiente para que den los frutos esperados. Las respuestas están en desarrollar una comunicación adecuada e inteligente. Una comunicación que busque complicidad y proponga respuestas compartidas y consensuadas con los afectados o con aquellos colectivos que se muestran más reacios a su implantación por razones medioambientales o paisajísticas. No basta con exponer los razonamientos técnicos y normativos, es necesario apelar al compromiso solidario ante un reto de dimensión global que plantea, ni más ni menos, que la supervivencia del planeta y de la humanidad.

En ese camino, y para propiciar la acción común hacia un mismo objetivo, se deberán también incorporar propuestas de contraprestaciones para las personas y los entornos afectados por el impacto de estos parques, en forma de medidas que compensen los posibles efectos adversos. Es en esta parte en la que los colectivos implicados deben tener una participación más activa en su determinación y donde se requieren planteamientos creativos e imaginativos que superen las clásicas medidas de compensación económica.

La ciencia avala la necesidad de instalar una amplia red de parques eólicos. El clima los necesita. La sociedad debe asumir un comportamiento responsable y un compromiso solidario y colectivo. Y los responsables de su implantación deben actuar con la máxima transparencia, sensibilidad y pedagogía. Nos jugamos demasiado.

Socio fundador de Consejeros del Norte, consultores de comunicación