ESCRIBÍA Koldo Mediavilla una interesante reflexión sobre la vinculación entre política y judicatura y citaba la denominada Lawfare, law ley en inglés y warfare guerra. Aludía, en definitiva, a una aberración democrática que se sustenta en la destrucción del enemigo político a través de resoluciones judiciales que, usando una retórica jurídica que deriva del juego combinativo del poder judicial y del poder ejecutivo, abren causas penales arbitrarias a quienes quieren neutralizar.

Soberanía legislativa versus soberanía judicial

En mi condición de Vocal del Consejo General del Poder Judicial, conocí a los presidentes de las Cortes Supremas de Perú (al que Fujimori en una cena en palacio despertó a altas horas de la noche y le hizo acudir ante nosotros, legañoso y sentado en una especie de banqueta en una grosera ostentación de poder total del autócrata), al presidente de la Corte Suprema de Argentina, de Chile, de la Federación Rusa. Todos ellos y en aquella época y régimen político habrían practicado la lawfare sin escrúpulos ni titubear. En todos estos países la independencia judicial no era más que un mal sucedáneo de la división de poderes.

En el Estado español siempre he tenido ciertas dudas y en relación a determinadas sentencias, fundamentalmente del Tribunal Constitucional, también del Tribunal Supremo. Por citar dos ejemplos, el aval del TC de la Ley de Partidos Políticos aplicando una Constitución que rechaza expresamente el principio de democracia militante (Democracia militante en alemán: wehrhafte, o streitbare Demokratie: “Democracia bien fortificada” o “democracia combativa” es un término empleado en la política alemana que implica que el gobierno (Bundesregierung), el parlamento (Bundestag y Bundesrat) y el poder judicial tienen todos los poderes y deberes para defender el orden democrático liberal).

Este concepto en el debate constituyente español se considera incompatible con derechos fundamentales como el derecho a la participación en los asuntos públicos y la libertad de expresión.

Otro ejemplo poderosamente llamativo lo constituye una sentencia del Tribunal Constitucional, la 52/2017, de 10 de mayo, en el seno del procés de Calalunya, que declara la inconstitucionalidad del Decreto de la Generalitat 16/2015 (el que crea el Comisionado para la Transición Nacional). Esta Sentencia sí que constituye una actuación militante, declara la inconstitucionalidad de un decreto ya derogado por la propia Generalitat, a través de dos decretos de 2016, ignorando el TC su propia jurisprudencia sobre la posibilidad de resolver normas de carácter preparatorio o programático que no ha producido efectos (SSTC 32/1983, FJ1 y 91/1985, FJ2).

Las modificaciones penales en curso, al margen de cualquier reflexión política, no carecen de fundamento técnico-jurídico. La reforma del delito de sedición modifica un delito que goza de mala reputación y ha llevado a su práctica desaparición en el derecho comparado. Este delito, tal y como lo conforma el artículo 544 del Código Penal, no existe en Alemania, Italia, Francia, Suiza, en Reino Unido y otros países en los que lo ocurrido en el procés de Cataluña se hubieran derivado hacia desórdenes públicos o delitos contra la Constitución y otros condenados con penas entre 1 y 3 años. Como afirma la doctrina penal más solvente, la sedición en el Estado español se concibió contra los nacionalismos llamados periféricos o las asonadas militares.

Esta semana se acomete la reforma del delito de malversación: la apropiación indebida o administración desleal deben de recaer sobre tal patrimonio público, entendiendo que este concepto comprende a “todas las partidas presupuestarias asignadas a los distintos departamentos gubernamentales para la ejecución procedente del correspondiente proceso de gasto público”.

En el seno de la malversación, nos encontramos con la malversación propia que consiste en el perjuicio patrimonial causado por un funcionario público o autoridad con competencia para la administración del patrimonio. Dentro de esta categoría se pueden distinguir: Apropiativa: cuando la conducta tiene por finalidad quitar patrimonio público para aumentar el propio y la de uso: el sujeto hace un desvío de patrimonio público para un uso diferente al destino original (artículos 432 a 435 del Código Penal).

Si lo que se quiere en incrementar el reproche penal a la corrupción política se debe afrontar la reforma no solo de la malversación, sino de otros delitos más directos como la prevaricación, cohecho o tráfico de influencias.

Ya se modificó la malversación, convirtiéndola en un delito ad hóminem en el año 2015 que introdujo una nueva tipificación de la malversación como administración desleal de patrimonio público que se concibió con el único fin de actuar contra el independentismo y particularmente contra Artur Mas.

El PSOE propugna la creación de un delito nuevo denominada enriquecimiento ilícito que afecta a las autoridades cuyo patrimonio se incremente durante el ejercicio del cargo público en más de 250.000 euros sin justificación, podrán ser castigadas con hasta tres años de cárcel, inhabilitación de dos a siete años, ilícito penal en el que se puede incurrir hasta en los 5 años posteriores al abandono del cargo público.

La enmienda consensuada entre PSOE y ERC establece la desagregación de la malversación en dos tipos: uno con el componente de lucro personal y otro con el desvío de fondos a finalidades de carácter político.

En todo caso, la reforma del Código Penal no puede ser objeto de frivolización alguna. Al Código Penal se le denomina la Constitución en negativo y no están concebidos los delitos que tipifican para resolver problemas políticos. En todo caso, no creo que sea esto lo que esté sucediendo con estas reformas si consideramos que el Código Penal vigente ha introducido la democracia militante en la Constitución por la puerta de atrás.

Jurista