JUNTO a las raíces de los Bolívar, Ziortza, se esboza sin disimulo una taimada sonrisa al comprobar que, dos siglos después de la muerte en Santa Marta del libertador, al rey español de turno aquellas independencias aún le escuecen como una almorrana. Con un picor tan intenso en salva sea la real parte, con una comezón tan aguda en los monarcales fondos, que Felipe VI se vio impelido a permanecer envaradamente sentado, como preso de hemorroides, al paso de la espada con la que Simón Bolívar luchó por la libertad de las colonias que desde el descubrimiento venía explotando España. Sucedió en la toma de posesión de Gustavo Petro como presidente de Colombia. Y hay quienes pretenden calmar el borbónico prurito aplicando crema hispana con su índice levantado en defensa de la monarquía patria e intentan justificarlo por la simbología que el paseo del acero empuñaba. Claro, los símbolos. Gloriosos a perpetuidad en su despliegue si son propios, absurdas reminiscencias que pueden (y deben) evitarse siempre que son de otros. Sacros como el imperio cuando a quien domina pertenecen, subversivos a reprimir si de liberarse del vasallaje al ajeno se trata. Allá ellos, que todavía hoy exudan eso tan español del figurar mientras ignoran la existencia de realidades diferentes. Y que se rasquen. Porque, como ya dijo Simón Bolívar, “el castigo más justo es aquel que uno mismo se impone”. l