EL décimo de los mandamientos de la Ley de Dios condena la envidia; sin embargo, visto lo que sucede en nuestro mundo, me parece desacertado que lo hayan puesto tan atrás. Tendría que ser el primero.

Envidias

Mi amiga Tere cuida una terraza que apenas despega más de 30 metros del suelo pero parece estar colgada del mismo cielo. En su paraíso, flores y plantas compiten por ser las más hermosas y agradecer así los primorosos cuidados que ella les ofrece todos y cada día del año: llueva; nieve; haga un calor africano o amenace un tornado. Hay gente capaz de convertir lo mundano en excepcional. Ella es una de esas personas. Las hortensias, los geranios, las rosas y las dalias lo saben.

Acompañada tan solo por una regadera verde cuando prevé que la calorina apriete, como estas últimas semanas, sube los dos pisos que separan su piso de la terraza comunal para echar unas horas del día: las más felices para ella. Como dice el Eclesiastés todo tiene su momento bajo el cielo.

Allí, en su Edén, Tere no escucha las bocinas, el trasiego de las gentes o la barahúnda que asalta la ciudad. Llegar a esos escasos 60 metros cuadrados asfaltados de verde es una pequeña celebración. Mira las plantas, estudia sus hojas y tallo con atención y las atiende individualmente como hacía con sus propios alumnos y alumnas hasta hace unos cuantos años antes de jubilarse.

Lleva así casi un lustro. Los hijos empezaron a dar patadas por el mundo cuando les tocaba y ella eligió este pequeño oasis, donde no hay arena ni el sol calcina las ideas. Aunque, por si acaso, en un rincón guarda una modesta y vieja sombrilla descolorida de aires marineros.

No siente envidia de los amigos que a menudo le envían fotos de lugares paradisíacos porque sabe que vaya donde vaya es imposible huir de uno mismo y de sus circunstancias. Tampoco le aterra quedarse a solas con sus pensamientos.

La terraza, como he dicho, pertenece a la comunidad, pero mi amiga nunca se ha adjudicado ningún derecho que no puedan disfrutar los demás vecinos, salvo el de cuidar y mimar las plantas. Pero a esto también hubiera accedido con gusto. Nunca nadie se lo ha pedido.

Ahora, con gran disgusto para ella, todo está a punto de naufragar. Una vecina del edificio le ha comentado que el peso de los tiestos con las flores y las plantas puede poner en peligro la estabilidad del edificio. He conocido teorías casi tan peregrinas pero ninguna supera a esta. Hay, también, quien sostiene que las desalmadas plantas nos roban el oxígeno. O puede ser que no le parezca de buen tono que una sexagenaria sea feliz llevando a cabo labores tan sencillas y gratificantes como cuidar las plantas.

Hay gente que sufre porque a un colega le dan un premio, o no le gusta que los hijos de sus amigos saquen buenas notas, o incluso le inquieta que su amiga tenga una pareja guapa y atractiva. Es simplemente envidia. Porque la envidia no es desear lo que tienen los demás, cosa bastante natural cuando se tiene muy poco. Lo que caracteriza a la envidia es el deseo de que el otro, el envidiado o la envidiada, no tenga lo que tiene, aunque solo sea el placer conseguido a base de un trabajo que ellos no estarían dispuestos a hacer. Eso sí es envidia: pura y dura. Y, curiosamente, hay gente que desea antes el triunfo de un adversario al de un amigo. Existen grandes consumidores de ella. Será porque valoran más los logros de los demás que los suyos propios. Envidia, sí, mezquina envidia. Ella sí que nos roba el oxígeno que necesitamos para vivir con dignidad.

El paraíso de mi amiga Tere está a punto de ser sacrificado, con él desaparecerán los aromas de las plantas y las flores para ser ocupado por un espacio vacío en el que solo se podrá respirar ruindad.

Quién sabe si ahora desnuda de naturaleza el sol derretirá el cemento de la terraza como el reloj en el cuadro de Dalí. Puro surrealismo.