ENTIENDO que, puestos a elegir, los investigadores se decanten por escudriñar a la ranita de San Antonio, que para eso la tía consiguió sobrevivir a las glaciaciones del Cuaternario, pero servidora es una intrusa y la charca del hotel me pilla más a mano. No la subestimen, es un ecosistema en sí misma y a la tarde está en plena ebullición. Con el niño que flota con las aletas y la máscara de snorkel. Será para ver juanetes porque peces, ya me dirán. Luego está el cocodrilo hinchable, que normalmente va acompañado de un listillo y un socorrista desgañitándose para que lo saque del agua, mientras el tipo pone cara de sorprendido: ¿Es a mí? No, es al reptil, no te jod... También hay varios ejemplares de padres con bebés que ni siquiera saben si son sus hijos. No porque duden de su paternidad, sino porque se los han tuneado con gorros calados hasta las orejas, gafas de sol y esquijamas. Como se les traspapelen en la charca pequeña no les va a quedar otra que reconocerlos por el estampado de los manguitos. Tampoco falta la señora que se sienta en el borde, me meto, no me meto, y se levanta al de una hora con las piedrecillas impresas en los muslos. Sobre el campo de tumbonas hay asimismo especies dignas de mención, como el churrasco que se ha quedado traspuesto su primer día y lo mismo pernocta en la Unidad de grandes quemados o la adolescente cabreada porque se le han acabado los datos y no va el wifi. Me río yo del tiburón de Spielberg.

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