ENCONTRÉ a Caperucita después de muchos, muchos años. Parecía igual, con su flequillo rubio, los ojos grandes y ese ligero parecido a mí que siempre –sin darme cuenta– tenían mis dibujos. El cuadro me lo recuperó mi amiga María, tras un penoso desguace de una guardería. Trajo el cuadro a casa y, como era muy grande, lo pusimos en la entrada de nuestro ático. María es mi vecina pianista. (Es una delicia escucharle al atardecer, cuando ha terminado de dar clases a sus numerosos alumnos pequeños y mayores). Nos pareció que aquella niña, con su vestido azul y su capita roja, recibiría a nuestros amigos cálidamente. Quedaba tan bonita contra la pared… No parecía que hubiesen pasado tantísimos años sobre ella. Seguía siendo una chiquilla sonriente y confiada que iba al bosque a casa de su abuelita. Necesitaba algún retoque. El cielo había perdido color. Cuando lo pinté –a guache– era azul, casi turquesa. La cestita y el vestido seguían perfectos. Al acercarme más, vi unos puntitos extraños. Será polvo, pensé. Lo limpié con un trapo y al pasar los dedeos por los pequeños desperfectos, vi, con espanto, que eran marcas de polilla. Los agujeros mortíferos habían empezado a corretear por el cielo, como gotitas de lluvia de primavera. Llamé a la puerta de María, las dos contemplamos a la Caperucita que, a pesar de su cara infantil, se había hecho vieja. Se había convertido en una bruja peligrosa en nuestro descansillo. Asustadas, cuando se hizo de noche, con una pena de niñas con su muñeca rota, la tiramos al contenedor de la basura.

Adiós, Caperucita

Cuando subimos en el ascensor, me empecé a reír. “¿No te da pena?”, me preguntó María tristona. “No, ha sido un encuentro inoportuno”.

En mi cabeza estaba una Caperucita que había pintado en el suelo. Era muy grande. Mis hijos –muy pequeños, alguno bebé– se habían acostumbrado a ver como del salón iban saliendo Cenicienta, Blancanieves, Aurora –la bella durmiente, con las tres haditas gordas y bonachonas–, Alicia y su vestido azul con delantal y medias blancas. En aquel tiempo, pinté muchos cuadros brillantes, gracias al alkil, que poblaban la cabeza de mis niños y, mágicamente, los hacían reales. Hice diez cuadros para Aurtegui y treinta para el colegio Ayalde, donde iban mis hijas con muy pocos años. Con alguno de ellos, de más de tres metros de largo, pasé apuros hasta que el enmarcador venía a casa y los llevaba directamente a su taller, para poner lisos marcos blancos que luego, en una furgoneta, llegaban al colegio. Mis hijos no podían entrar en el salón hasta que se secaran totalmente. Recuerdo que un cielo, azul añil, se convirtió en un juego de colores indescifrable porque uno de mis niños se hizo pis encima. Fui incapaz de reñirle. Aquel cielo había quedado precioso. Fue uno de mis más bonitos cuadros. Era una carreta de gitanos. Dos mujeres con faldas de volantes en sombra y un hombre con sombrero negro en un suelo terroso amarillo albero y una blanca luna iluminado el grupo. Medía algo más de dos metros.

Pasó el tiempo y me olvidé que estaban en algún lugar, acompañados de niños que los veían todos los días. Hace casi veinte años alguien me dijo que seguían allí. Quise volver a verlos. Creo que hasta saqué fotos. Soy tan poco humilde que me parecieron preciosos. Volví a guardarlos en mi caja de recuerdos porque ya no eran míos. Mis hijos no creían en enanitos, ni en Bambi o el patito feo. Les hubiera parecido un disparate que una madre dejase ir a su hija sola al bosque, teniendo cerca un lobo.

Incongruencias de mayores.

Un niño normal no puede creer que un zapato de cristal se quede perdido en la escalinata de un palacio o que se pueda dormir una adolescente cien años hasta que llegara un beso de amor a despertarla, mi historia preferida. Todos los relatos eran tristes y truculentos, aunque terminaban con un final lleno de pájaros y flores. Los hermanos Grimm y Andersen los habían escrito hacía dos siglos y siempre se contaban a los niños de noche y de día. Todo lo escrito en un libro es verdad, como para mí era verdad Natacha de Guerra y Paz, Jane Eyre o el capitán Nemo. Nuestra imaginación crece con nosotros. Los sueños se llenan de sueños, como globos y, así crecen.

Todo ha vuelto a su lugar. Ahora hubiera pintado naves espaciales y astronautas. He visto mi Caperucita durante tres días en la puerta de casa, con un ramo grande de paniculatas a sus pies. Las flores siguen, pero Caperucita se ha ido como el aire cálido del principio del verano. Me ha quedado una duda. No quiero pensar que esas maripositas asquerosas puedan comer la madera de los otros cuadros. Entonces, ya no existirían. Es, como las novelas, cuando las terminas dejan de ser tuyas. Vuelven a la vida en manos de lectores que no imaginaron lo que leían, porque eran mis historias. Historias de verdad. Las escribí yo, no me gusta utilizar el yo, pero a veces es inevitable. He visto pasear a Leonora por Viena; en la Selva Negra, a Hildegard de Bingen poniéndose una guirnalda de flores en el pelo y a Leonardo da Vinci caminando por el muelle. Nada muere si ha existido en la imaginación de un escritor o un pintor.

El descuido y la indolencia pueden permitir a las termitas emborronar los cuadros. Pero la Inquisición más cruel ya no podrá quemar los libros escritos. Las palabras han entrado en carpetas de ordenador para ser inmortales. En los colegios no hay cuidadores de arte, como en el Museo del Prado. Sería carísimo.

Hace mucho que olvidé aquellos cuadros infantiles. Caperucita me ha despertado para recordar que todo tiene un instante de gloria. Igual que un libro que dura poco en un escaparate.

Lo tangible es efímero, aunque en mi cabeza siga volando un joven Leonardo, en una avioneta inventada por él, sobre el cielo de Amboise. Sigo oyendo a Leonora tocando una sonata de Satí. Siempre suena en mi cabeza de música de fondo.

Hay instantes mágicos, como la Caperucita que me visitó y se fue. No la había vuelto a recordar, pero existió y me volvió a acompañar, rescatada por María. Juntas pensamos que ya no caben las Caperucitas en nuestras casa. Los alumnos que aprenden a tocar el piano con María hacen dibujos mucho más bonitos y, además, me los regalan.

Hoy y ahora es lo que importa. Antes hubo otras leyendas.

* Periodista y escritora