Hace unos 200 años que Von Clausewitz dijo aquello de que la guerra es la continuación de la política por otros medios. En Ucrania parece cumplirse a rajatabla. La invasión rusa se ha prolongado tanto tiempo que los objetivos declarados por Moscú ya están casi tan cumplidos –ocupación del Donbass– como olvidados. Putin tenía la guerra ganada ya desde el papel y ahora está en fase de hacer política con ella. Sobre todo para no perderla por pasarse de frenada.

Tres flancos le acosan al mandatario ruso. El primero ya lo ha perdido por mucho que patalee porque la extensión de la OTAN a sus fronteras y su reforzamiento militar es una realidad que él mismo ha provocado. El pulso político de ese asunto lo ha perdido con la amenaza y tendrá que intentar equilibrarlo con la diplomacia. Ahí entra el segundo flanco, donde tiene la posición más fuerte: el suministro energético. La partida la ha empezado a jugar también en términos de amenaza, con cortes del suministro pero el riesgo de que Europa oriente su dependencia en otra dirección –no digamos ya si fuera capaz de reducir esa dependencia– le puede llevar a otra derrota con su principal arma inoperativa: el gas con el que inunda el centro y sur de Europa oriental.

En este marco, el tercer flanco es el del suministro de grano ruso y ucraniano, cuyo bloqueo empezó siendo un modo de chantajear a Kiev y a Occidente pero suspenderlo ha acabado siendo una necesidad propia para reforzar sus intereses e influencia en Oriente Próximo y África, donde dependen de él. De ahí el acuerdo alcanzado ayer.

Ese dibujo en el que los antagonistas llegan a pactos mientras se matan es una caricatura de “guerra civilizada” en la que el escaparate armamentista y la atrocidad contra los civiles no impiden que se haga política conjunta. Y el conflicto entra en la fase en la que no es tan difícil ganarlo como ponerle fin.