N los años 90 íbamos bien encaminados. Habían caído regímenes abyectos como el de Videla o el de Pinochet. Eso sí, los 90 tuvieron su cuota de barbaridades, como la guerra de la ex-Yugoslavia, la masacre en los estados fallidos de Ruanda y Burundi, y otras. Pero se trataba de no tolerar la impunidad, aunque las responsabilidades a juzgar fueran las de jefes de estado.

Empezamos a conseguir aplicar de veras el derecho internacional. Los Tribunales ad hoc de la ex-Yugoslavia y Ruanda funcionaron. Eran mejorables, pero funcionaron. Pudimos crear la Corte Penal Internacional. Mejorable también, porque los que tenían el mayor poder para perpetrar barbaridades se declaraban exentos. Pero era un comienzo. Los derechos sociales, económicos y culturales empezaban a ser también justiciables, como los civiles y políticos.

Pero al poder no le gusta rendir cuentas. Tras el 11-S, con la inestimable ayuda del terrorismo, empezó la involución. Los estados no se ponían de acuerdo en definir, en el ámbito internacional, qué era el terrorismo. Pero eso no fue problema para que aprovecharan-en todo el mundo- la lucha antiterrorista como base para limitar el ejercicio de múltiples derechos, restringieran o reprimieran la disidencia, y la labor de la sociedad civil. Y de eso de rendir cuentas, nos olvidamos.

Ahora vemos un choque entre dos formas distintas del ejercicio del poder. Eso ha hecho que si huyes de la guerra en Ucrania, se respete tu derecho internacionalmente reconocido al asilo y refugio. No así si vienes de otras guerras. Y menos si de lo que huyes es de la pobreza. No se me borran ni las imágenes, ni los muertos en Melilla del pasado viernes.

Nos acercamos al límite de la inercia del péndulo. Ahora tiene que volver en la buena dirección. Un derecho internacional mejorado ha de primar sobre el poder. Aún costará, aún hay mucho que diseñar, pero es la vía a seguir. La verdadera seguridad es el respeto escrupuloso de los derechos humanos. l

@Krakenberger