O recuerdo un solo año de mi vida consciente en que los veranos no hayan estado tachonados de incendios. “Cuando el monte se quema, algo suyo se quema”, se decía en uno de los anuncios de mi infancia que en mi memoria es en blanco y negro. Algo más talludito, recuerdo a Serrat cantando con su vibrato marca de la casa “Todos contra el fuego”. Y, aún después, ha habido mil y una campañas más para concienciarnos sobre la devastación provocada por las llamas.

El resultado está a la vista: ninguno. En estos últimos días comprobamos, y bien cerquita, que se siguen batiendo récords de superficie calcinada, muerte de fauna, destrucción de flora, daños materiales incuantificables y desalojos de pueblos enteros. Todo, mientras unos seres excepcionales con dotaciones materiales manifiestamente mejorables se juegan literalmente la vida para apagar centímetro a centímetro lo que ha prendido. Lo hacen, además, en la certidumbre de que no pasará mucho tiempo hasta que vuelvan a verse inmersos en la misma lucha desigual.

La conclusión es que las proclamas y las medidas de choque anunciadas cada año se quedan en papel mojado, o sea, quemado. Ni se castiga adecuadamente a los pirómanos que actúan por maldad, por soberbia o por dinero, ni se vigila el cumplimiento de las prohibiciones básicas respecto a actividades peligrosas -lo de las cosechadoras es un escándalo a estas alturas del siglo XXI-, ni se limpia de maleza los cortafuegos. Eso sí, a la hora de lamentarse, somos unos ases. En caso de duda, siempre está el comodín del cambio climático... hasta el próximo incendio.