UANDO la realidad se acerca a la necesidad para abrigarla uno tiende a sentirse mejor, tanto si te afecta de primera mano como si mejora las condiciones de la sociedad en la que vives. Ha de tenerse en cuenta que el derecho universal a una vivienda, digna y adecuada, como uno de los derechos humanos, aparece recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos en su artículo 25, apartado 1 y en el artículo 11 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC). Así que la lectura de que la oferta de viviendas municipales de Bilbao ha ampliado su radio de acción pasados los negros nubarrones de la pandemia puede leerse con satisfacción. Digamos que es una buena noticia en el campo de las necesidades.

Por un curioso golpe de efecto, la noticia entra en juego en un día como el de ayer, Día Mundial del Refugiado, y eso obliga a no sobrerrevolarla como una más. Al menos invita a detenerse y pensar unos minutos. Dejar el hogar suele ser una dura peripecia cargada de miedos, incertidumbres y penalidades. Aquellas personas que se ven obligadas a marcharse de su casa no siempre encuentran puertas abiertas tras las que se brinden asilo y refugio, tierras y lugares a los que acceder en condiciones de seguridad y legalidad a ese mismo derecho de asilo y refugio que también les reconoce la ley. Nos reconoce la ley.

Un hogar, hay que recordarlo, es el lugar donde nos sentimos más cómodos, amados y protegidos, un techo bajo el cual la mayoría de la gente se siente como en casa. Un hogar no se construye con ladrillos sino con sensaciones y con sentimientos. Así que, vistas las dos caras de esta moneda, las viviendas municipales y los refugiados, conviene pensar en qué sano es abrir la puerta.