S todo un lujo que al vecindario de un barrio le permitan meter mano en la remodelación, diseñándolo a su gusto o, si prefieren verlo así, acorde a las necesidades de la zona. Ayer pudo comprobarse cómo han ganado metros cuadrados a cubierto, siempre necesarios en aun tierra como esta, donde tanto llueve. Ha sido escribir esta reflexión y una voz por la espalda me chista. “Dilo de otra manera: donde tanto llovía”. En fin, algo de razón no le falta porque la percepción es esa, es verdad: ya no llueve como solía. Con todo, tampoco nos hemos convertido en una sucursal del Sahara, del Gobi o de Atacama así que insisto: protegerse de la lluvia en la calle es una buena solución de primera necesidad.

Les hablo del Peñascal, una zona repleta de complejidades. Las laderas que rodean al barrio, sin ir más lejos, suponen una amenaza de derrumbe. El pueblo que allí habita y que conoce de primera mano los problemas y los riesgos se confiesa tierraplanista, dicho sea no al estilo de esa caterva de don contreras que se empeña en llevar lo contrario a todo, incluso a la mismísima geografía y le tienen más fe al folio terráqueo que al globo terráqueo, por muchos que las imágenes que llegan de las naves espaciales nos dejan dos cosas claras: el plantea es redondo y azul en su mayor parte.

Los tierraplanistas de barrio, insisto. están más cargados de razones. Saben que construir un edificio en cuesta, en el nacimiento de una ladera, supone un peligro. Y si la tierra se moja aún más: adquiere la peligrosa condición de corrediza, como algunos nudos marineros. Son algunas de las ideas que han volcado sobre la memoria para reconstrucción del barrio. Al menos algunas de las que les han escuchado. Es, como les dije al principio, toda una bendición. ¿La cubierta? ¿El allanamiento de los suelos? No, no. Lo que se agradece es que le escuchen a uno.