La autora de la nota confiaba en que algún día, en un futuro a ser posible no muy lejano, alguien escribiera de quiénes eran estos personajes, de cómo eran, de su falta de decoro y prepotencia, de lo que cometieron cuando tenía el poder de mano. Lo escribía ante la impotencia que tantos sentimos frente a la ascensión imparable de esa marea negra de personajes que representan el lado más oscuro de la vida social y política. Se refería, obviamente, a trasgos inverosímiles como la IDA y el Almeida y su tropa enmascarada, que la tiene, como si solo fueran curriños de un titiritero malvado. A estos podríamos añadir unos cuantos que ya han desaparecido de escena y cuyos nombres hay que rescatar de los barridos higiénicos de la memoria, como la de las cremas del supermercado y los másteres fules, la Aguirre y sus amigos, el propio Rajoy, la Cospedal y su Villarejo, un maleante con placa de autoridad que ha sostenido con trampas delictivas un poder político y económico, un sistema... y muchos más. Hasta aquí el deseo de la cronista que comparto. Todo lo que hemos estado viviendo no puede quedar impune, cuando menos a efectos de la memoria de un tiempo y un país cuyas proclamadas pretensiones objetivas tienden con eficacia a la goma de borrar. Por lo que se refiere a la justicia, soy por completo pesimista. Es también una forma de olvido, cuando no de absolución con descaro (como vamos viendo). Y si les vienen mal dadas, dan en caricatos de medios de comunicación que de la estupidez hacen negocio.

Lo cierto es que hablar de estos personajes es comprometido y de resultado azaroso. Valle-Inclán llenó su Ruedo Ibérico, a toro muy pasado, de personajes novelescos que podían estar inspirados, o no, en los reales figurones de los amenes, como decía él, del reinado de Isabel II. Llevar a estos fenómenos de feria y carne de tribunales de hoy a un libro periodístico es fácil, con la salvedad de que estas crónicas pasan a una velocidad de vértigo, se agostan, pierden interés conforme pasan los años (pocos). Basta mirar hacia atrás para comprobar lo que digo. En un dietario incluso, cuya publicación se retrase unos años, sería (es) necesario explicar en nota a pie de página de quién se estaba hablando. Por muy feroz que pueda ser el alegato novelesco sus protagonistas perecen y son sustituidos por otros iguales, ya estén en el gobierno o en la oposición; pierden entidad, importancia, el olvido inducido y el ruido mediático les hacen desaparecer. Hoy notan que tienen a favor los vientos de las urnas y de una opinión pública ya muy corrompida. Importan los hechos, esos que se repiten con una tozudez que suena a maldición de imposible conjuro; pero me temo que la batalla debe darse en el presente, que confiar en la historia es poco menos que hacerlo en un saco de humo, que lo que cuenta es responder sin desmayo a sus trapacerías y abusos, aunque eso no tenga ni las consecuencias políticas ni judiciales deseables. Hacer historia, sí, pero no para contentar a la parroquia ni al mercado. ¿Tendrá lectores lo que se escriba? Esa es otra. ¿De qué generación? Nadie puede asegurarlo. ¿Tendrá lo escrito influencia en los profesionales de la cosa pública del futuro? Lo dudo. Por fortuna no todos son como los citados, aunque resulte inexplicable cómo esos fenómenos de feria han llegado hasta donde se encuentran y sea eso lo más peligroso y dañino, por muy grotesco que resulten en la mascarada cotidiana que protagonizan con ánimo de exportarla, extenderla, imponerla como forma de vida. l