A selectividad -van listos si pretenden que a estas alturas la llamemos Evaluación para el Acceso a la Universidad- es una experiencia traumática. Hasta ahí estamos todos de acuerdo. Luego ya hay tres corrientes: los que piensan que los que más sufren son los estudiantes, los que se compadecen de los profesores, a los que les tienen que hacer los ojos chiribitas corrigiendo tanto examen, o los que aseguran que los principales damnificados son los padres y madres. Yo estoy entre la primera y la última opción porque a los del medio, al menos, les pagan. En lo que respecta al alumnado, está claro que esta semana se han mordido más uñas y capuchones de subrayadores que bocadillos de mortadela. Y eso que el porcentaje de aprobados superó el año pasado el 97%. Pero peor me lo pones. Solo de pensar en formar parte de esa otra minúscula porción de quesito pone los nervios de punta, si es que no los tenían ya tiesos al ver las notas de corte. Con tanta presión, se zampan el pedido en lo que repasan Filosofía, cabecean sobre los apuntes, se enchufan la sonda al café y tienen brotes que me río yo del nuevo monstruo con tentáculos de Stranger Things. Agazapados detrás del sofá, sus progenitores no ven la hora de que termine este infierno. Total, para que mañana se les olvide la mitad. Yo, al menos, de tanto escribirlo, me aprendí mi DNI.

arodriguez@deia.eus