STAMOS siguiendo al minuto una de espías y hay que felicitarse por ello. Nada que ver con la oscuridad que proyectaba el telón de acero en la época de oro de la CIA y la KGB. Comparado con aquello, lo de Pegasus es casi un chiste. Lo sería, claro, si no fuera por la gravedad de los hechos y por su alcance. El valor de un político podría medirse a partir de ahora primero por si su nombre aparece en la lista de espiados. Quien se haya quedado fuera está en riesgo de ser considerado una figura de la parte baja de la clasificación, siempre expuesta al descenso de categoría y la desaparición de la vida pública. Una vez constatado lo que todos imaginábamos, que es muy fácil pinchar un móvil, al oír un ruido extraño durante una conversación ya no cabe preguntarse: ¿Hay alguien ahí? Es evidente que es así y puede llegar un momento en el que, tras los saludos pertinentes entre interlocutores, se proceda a hacer lo propio con ese alguien que siempre está ahí. Tampoco es cuestión de ponerse quisquilloso cuando vamos por el mundo con el geolocalizador a full, dejamos que cualquier compañía comercial conozca nuestros gustos de consumo, hobbies o destinos preferidos de viaje. Y por si alguien no se entera publicamos en Instagram todos los detalles de nuestra vida. Al mismo tiempo, seguimos con fervor hasta las publicaciones de la compañera de trabajo que nos cae fatal. De modo que ya poca cosa nos diferencia del espía, de ese alguien que está ahí. l

Asier Diez Mon