CUMULAMOS demasiado tiempo de zozobra pandémica como para no agradecer cierta normalidad, así que si ahora se van las mascarillas, bien por el servicio que han hecho. Hoy comienzan las clases con la boca al aire; las pocas mascarillas de los primeros días desaparecerán por la propia comodidad y sobre todo por la presión de grupo. Lo hemos ido viendo estas semanas: el otro día me decía una persona atendiendo una tienda al ver que me había colocado mi boquino rojo al entrar: no se preocupe, ya no hace falta. Él iba sin embargo con mascarilla y me pareció buena la idea que me habían comentado en casa de que si quien trabaja en un sitio la lleva por obligación (imagino que porque en el análisis de riesgos laborales de esa empresa han decidido que sus empleados lleven mascarilla) es educado hacer lo mismo. Si algo queda, que sea la educación y la solidaridad con trabajadoras y trabajadores.

Porque la cuestión de la seguridad sanitaria en el fondo está por otras coordenadas. Y además todo está sometido a tal flujo de imprecisiones que tardaremos años en saber si la mascarilla protegió más en interiores que la ventilación forzada aunque esté claro que un sitio cerrado es más contagioso que uno descubierto. Leo el impresionante estudio que han realizado Bienvenido León, María Pilar Martínez-Costa, Ramón Salaverría e Ignacio López-Goñi sobre los bulos sobre la ciencia y la salud en el comienzo de la pandemia, que espero se pueda completar con lo que ha sucedido después, que concluye que la desinformación y los engaños viajaron, como ya se sabía antes de la covid, más rápidamente por las redes sociales que las informaciones veraces. El mundo es así, y ahora, desmascarillados, seguimos a la espera de un mensaje en el grupo de whatsapp para ver cómo nos posicionamos y de qué nos vamos a quejar.