AS cosas como son: el fútbol se puede vivir de muchas maneras y un 75% de ellas son peores que pésimas. ¿Cuántos parroquianos disfrutan cuando van a San Mamés? Ocurre que no se trata de que el juego se asemeje a un jardín zen con arreglos florales ikebana. Todo se reduce a ganar. De modo que lo más fácil es encontrarse en cualquier campo del mundo con un hincha malhumorado que echa pestes porque el lateral solo piensa en no cometer errores en lugar de correr la banda o porque el portero no sale del área pequeña. Mucho más fácil que compartir 90 minutos con un ser entregado a la causa que se deja las palmas y la voz con la esperanza de que sea el combustible que lleve a su equipo a la gloria. Eso, trasladado a la realidad vasca, a esa legendaria timidez, carácter reservado o seriedad extrema, llámase como se quiera, dibuja un panorama digno de estudio en la Catedral el día de partido. Digamos que los feligreses acuden al templo con la mecha de la ilusión encendida. Confían en una buena ceremonia. Pero no siempre está a la altura. Hay días que sí, días que no y días que tal vez. Lo extraordinario es que se acote una zona en el campo en la que es obligación pasárselo bien y animar hasta el último aliento. Y en contraposición se dé por hecho que el resto acudirá con el entusiasmo de una cita al dentista, porque tiene una edad para hacérselo mirar. Pues aquí figura uno que se viene arriba en tribuna cuando desde el césped le contagian el más mínimo entusiasmo. Y por muchos años.

Asier Diez Mon