L espectáculo de las fallas del PP casi ha eclipsado la hoguera en la que arden igualmente los intestinos de Eusko Alkartasuna en un Congreso que nunca fue para reunificar a las sensibilidades del partido sino para dinamitar los puentes que pudiera haber.

El problema no es que solo el 53% de tus compromisarios son los que participan en la toma de decisiones sino que la otra mitad no lo hacen porque no se ven representados democráticamente. Pero quizá lo más indicativo de que el fuego sordo que devoraba las entrañas de EA ha alcanzado el punto de no retorno es la descalificación política y personal que recogía ayer la crónica de nuestro compañero Imanol Fradua. En ella, el sector oficialista que ratificó ayer a Eba Blanco atacaba la línea de flotación de quienes se agrupan en torno a las figuras visibles de Carlos Garaikoetxea y Maiorga Ramírez sugiriendo que olvidan a Iparralde como parte esencial del país y, lo que es peor, acusándoles de "amarillismo político para garantizar sus intereses personales", que en política es como mentar la madre de uno.

Pero, ¿y el debate de fondo? No se tocó ayer el futuro de EA, que es el eje del desencuentro ya que todo lo demás -las listas de afiliados, la sobre o infrarrepresentación de cada sector- es la punta de un iceberg que debate qué debe ser EA o incluso si debe ser o simplemente morir en brazos de EH Bildu.

La divergencia básica es esa: no hay un cuestionamiento de la coalición sino una voluntad o un rechazo a diluirse en ella. La resistencia numantina de los críticos a dejar de tener entidad propia en favor de la coalición se contempla con desconfianza por parte de quienes, desde la plataforma y, más concretamente desde Sortu, guardan ese respetuoso silencio sin lágrimas del que asiste al funeral porque a continuación se reparte la herencia. Los hijos de EA están desheredados pero sus cuñados se frotan las manos.