A derecha española va a tener mañana lo que viene deseando desde hace meses: unas elecciones para refrendar la tendencia de Díaz Ayuso en Madrid. Es verdad que lo de Castilla y León no reúne las virtudes que pretendían, puesto que el gobierno en cuestión es el suyo propio y, esta vez sí, el examen es al liderazgo de Pablo Casado. De hecho, el líder del PP lo es en tanto sus derrotas parlamentarias no han ido acompañadas en las urnas por el momento. Pero no puede estar tranquilo a la vista de que el panorama preelectoral en tierras castellanas sugiere la imposibilidad de gobernar sin el apoyo de Vox.

Es llamativo que, después de consolidarse como actor político en el panorama español, la ultraderecha sea ahora una preocupación para quienes la encumbraron. Hay un nacionalismo casposo, de nostálgicos de la pérdida del imperio -o simplemente del régimen predemocrático- que ha superado el luto por la defunción de la dictadura y ahora camina ocupando la calle, pecho hinchado y mentón bien alto. Y a quienes más preocupa es a quienes los tuvieron en un tiempo integrados y alimentados a la par de apaciguados en sus entretelas.

Vox no es heredero de Falange sino de Alianza Popular. Es hijo de aquella virtuosa unificación de las derechas españolas que daba para presumir de que la España democrática no tenía fascistas como en Francia o Italia. Es el hermano siamés amamantado por Fraga, Aznar y, hasta que perdió el poder, Rajoy -aunque conste que, con todo lo suyo, este último es de añorar ante lo presente-. Hoy, el apéndice desgajado de esa derecha marca el paso al nacionalismo español porque el otro, el que pretendía ser progresista y liberal a la vez, ya no tiene futuro, con su icono -Rivera- amortizado y despedido de su empleo por, digamos, poco productivo. De Vox da miedo que se vea tanto pero siempre estuvo ahí.