O sé a ustedes, pero a mí en la pandemia se me ha quedado cara de acelga. Esa de la foto y yo, se lo juro por el LABI, ni parecido razonable. Vale que algún día me había mirado en el espejo, pero de refilón y sin gafas. Total, ya me conozco y el resto me iban a ver con el telón cerrado. El caso es que ayer, como quitaban las mascarillas, me dio por echarme un vistazo. Resumiendo, me han salido arrugas en las arrugas. Lo que viene a ser rizar el rizo, pero en chungo. Entre las patas de gallo de reír por no llorar en los confinamientos y el fruncido del entrecejo por no ver bien con el vaho de las gafas, parezco el acordeón de Iturgaiz. De la tez blanco roto por el morado de las ojeras, mejor ni hablo. Un par de olas más y tendría un pase como extra de The Walking Dead. Ahora entiendo al protagonista de La Metamorfosis. Te acuestas con tu mascarilla siendo una mujer de mediana edad y te levantas dos años después sin ella con la cara de una mujer de la Edad Media. No debo ser la única porque hay quienes se aferran a sus FFP2 como Isabel II al trono. Algunos por prudencia, sí, pero otros porque no encuentran la máquina de afeitar ni el cortacésped. O el maquillaje reparador exprés con extracto de betún de judea para pieles mortecinas. Los críos ya solo le ven ventajas: puedes torcer el morro cuando te echan la bronca, te da calorcito, te tapa los granos y el aparato y no se ve si te has lavado o no los dientes. Vamos, que quitársela para nada es tontería.
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