EL asesinato del taxista guipuzcoano Paulo Garaialde, del que dio cuenta el domingo este periódico, algún día alguien escribirá una novela. Negra, por supuesto. No hay ingrediente que falte en este crimen cometido hace cuatro décadas a pocos kilómetros de Leitza. La fecha, 2 de enero de 1982, años de plomo. La autoría, sin aclarar, aunque reivindicada por la Triple A. La ausencia total de investigación por parte de las fuerzas de seguridad del Estado. Y la soledad de una familia a la que nadie arropó. Hoy seguimos sin saber quiénes fueron los autores de la gran mayoría de los crímenes perpetrados durante esos años por la extrema derecha o grupos parapoliciales, porque los encargados de aclararlos nunca hicieron nada para ello. Es conocido, por otra parte, el desamparo con el que los familiares de muchas víctimas de ETA tuvieron que enfrentarse a su situación, con una sociedad y unas instituciones que les dieron la espalda. Lo que hace especial el caso de Garaialde es la doble maldición que se abatió sobre él: nadie movió un dedo para saber quiénes y por qué le dieron muerte y nadie hizo nada por mitigar el duelo de la familia. Años antes, alguien le había señalado como confidente policial en el pueblo donde residía, cerca de Tolosa. El estigma le persiguió durante el resto de su vida, aunque ningún dato lo corroborara. ETA le voló el taxi en 1972. Más tarde, la organización reconoció su error, pero el mal estaba hecho. Garaialde, padre de siete hijos, era ya un paria en la sociedad donde vivía. Ni el hecho de que su muerte fuera reivindicada por un grupo parapolicial cambió las cosas. Esa época guarda decenas de casos parecidos, gente a la que la habladuría mal intencionada de un o una hija de puta le jodió la vida. Colaboró en ello mucha gente dispuesta, por maldad y/o estupidez, al linchamiento social. Algún día alguien escribirá sobre todo esto una novela que será tristemente verdad.