E aplaude al compás cuando suena una melodía con ritmo, para despertar a los espíritus del ánimo o por admiración. Hay aplausos que brotan repentinos, como una planta salvaje y otros que se difunden por contagio, porque aplauden a tu vera. Se aplaude con pasión o por inercia pero siempre que retumba el aplauso hay algo que contar.
Pasada la efervescencia del último partido de San Mamés, la visita del Real Madrid y sus secuelas, ya puede valorarse, a sangre fría, el aplauso que el viejo campo, el de nuestros mayores y el que dejaremos cuando ya no estemos, el de toda la vida, tributó a Benzema, un soldado de los ejércitos enemigos. Causó asombro en el campo de batalla, como si fuese la primera vez. ¿Acaso no hubo en tiempo recientes otro jugador que marcase dos goles al Athletic? Seguro que sí. ¿Acaso no hubo antecedentes? ¡Por supuesto! Si San Mamés aplaudió a Benzema no fue por los números ni por un gesto de cortesía: lo hizo porque jugó como le gusta que juegue el Athletic, entregándose hasta la última gota y sin aspavientos. Como un caballero del fútbol.
El aplauso de San Mamés es cicatrizante y eficaz. Lleva en volandas y juzga con ojo crítico. Quienes lo propician bien saben que un partido de fútbol es una obra de teatro que no permite ensayos; por eso la gente canta, ríe, baila, llora y vive intensamente cada uno de los 90 minutos antes que el telón baje y la obra termine sin aplausos. Lo han vivido todo antes. Un estrellón contra la valla o un pase largo de 60 metros; un caño o una combinación de billar a tres bandas, un regate o un remate. Casi siempre, de los tuyos. Y en ocasiones señaladas, los del otro.