VISO de que va una columna casi costumbrista. La suscita la sorprendente revelación de que habría padres y madres que evitan hacer prueba diagnóstica covid a sus hijos por si dan positivo y no los pueden mandar a clase.

No sé si esto es o no un bulo pero no alcanzo a encontrar un adjetivo que exprese la estupefacción, teñida de cabreo pero no exenta de un punto de comprensión. Será fruto de mis propias contradicciones. Comprendo el problema que supone dejar en casa a la cría o al crío un día entre semana. Para algunos es más complicado que para otros. Pero tampoco puedo obviar la sensación de acomodamiento en el que nos manejamos, convertidos en gestores exacerbados de nuestros derechos y laxos en nuestra responsabilidad hacia otros para no contagiarlos. No digamos con la salud del propio vástago.

Pongo como ejemplo lo que yo llamo teoría del paso de cebra. La norma habla de prioridad inexcusable del peatón sobre el vehículo pero la práctica se llena de casuísticas. Está el peatón que decide cruzar cuatro o cinco metros más allá o más acá, a ser posible en diagonal y el que se lanza al paso sin siquiera comprobar la cercanía de un vehículo -que clave freno-; o el que vadea la calzada con la parsimonia propia de vivir solo en el mundo. Al otro lado, está el conductor que obvia las líneas del suelo y no modera su velocidad o el que acelera precisamente para dejar constancia de su presencia y, de paso, intimidar un poco. Todas estas tipologías confunden el derecho con la conveniencia a costa de la corresponsabilidad. Por supuesto, hay peatones y conductores responsables pero, si coinciden ambos, te arriesgas a un bucle de gestos de cederse el paso uno a otro hasta el infinito. Ser corresponsable implicaría decidir en favor de la fluidez del tráfico rodado y pedestre aunque se ceda un poquito. Nuestras decisiones tienen alcance más allá de nuestra pituitaria.