EL ministro Escrivá llegó al puesto precedido de una bien ganada fama de experto en las materias que iban a ser de su cargo. De la misma forma que de Fraga se decía que le cabía el Estado en la cabeza, de Escrivá puede predicarse con justicia que le caben en la suya las complejas normas, los infinitos datos y las enmarañadas claves del mundo de las cuentas públicas. Como experto había sido tan valiente como certero explicando los retos de la crisis del sistema de pensiones en España. Nadie como él, pensaron muchos, más indicado para hincarle el diente al envenenado asunto de la sostenibilidad de las pensiones.

Antes de verano advirtió Escrivá que los baby boomers (en torno a los 60) y los integrantes de la generación X (entre los 40 y los 55) deberíamos revisar nuestras expectativas con respecto al monto de las futuras pensiones.

Según los titulares de prensa de aquellos días debíamos "asumir un recorte en la pensión". Aquello obviamente no nos gustó y Escrivá aprendió que hay cosas que en política no deben decirse si quiere uno posar en las escaleras de los jardines de La Moncloa a la vuelta de verano.

Acribillado el globo sonda como si fuera un stuka nazi cruzando el canal de La Mancha durante la batalla de Inglaterra, la propuesta se olvidó. A vuelta del verano el ministro sugirió que deberíamos tal vez considerar la posibilidad de trabajar más años. Aquello nos gustó menos aún y la propuesta acabó como el coche de Sonny Corleone en los peajes de Long Island.

El ministro por fin ha dado con una idea algo más popular: durante unos años cargaremos más costos a los salarios pero, por arte de magia, los trabajadores casi no lo notaremos. Esto nos ha gustado más a pesar de que la iniciativa se confiesa provisional e insuficiente para atajar el problema de fondo y de que además no se han explicado sus efectos, si los tuviera, sobre el mercado de trabajo.

El sistema de pensiones se fue formando durante un tiempo en que tendían a combinarse tres elementos: la pirámide de población era tan majestuosa como la de Keops; la esperanza de vida no superaba la de jubilación; y los hijos, con frecuencia mejor formados que sus padres, podían aspirar a mejores salarios. Ninguno de los tres elementos citados persiste. Nuestra pirámide es cualquier cosa menos una pirámide. Nuestra esperanza de vida media supera casi en dos décadas la edad media de jubilación. Y los salarios de los jóvenes son inferiores no solo a los de sus mayores, sino con mucha frecuencia a las pensiones que deben sostener.

Quizá ni siquiera una acción combinada que incluyera elementos de los tres globos sonda -aumento de cotización, aumento de años cotizados y reducción de pensiones- podría bastar si no introducimos nuevas claves, como la solidaridad y la corresponsabilidad intergeneracionales, las oportunidades profesionales de los jóvenes, la conciliación, los retos de la demografía y los de la inmigración, el ingreso mínimo vital, la calidad del mercado de trabajo, el equilibrio de las cuentas públicas, los compromisos europeos o la globalización de los mercados, entre otros.

Pero a mí no me haga caso alguno que no soy experto en la materia. No pretendo en esta columna aparentar que tengo respuesta a tan complejo problema. Solo me pregunto cómo podremos resolver los problemas si cuando llevamos un verdadero experto al ministerio parece que de inmediato le obligamos a dejar de serlo mientras ejerza el cargo para que termine diciendo lo que queremos escucharle decir y le pedimos que deje de molestar mirando a los próximos cincuenta años y que centre su atención en los próximos cuatro para dejarle, como con él hicieron, bien empaquetado el marrón a quien le suceda.