NTRE Israel y palestinos, está claro, versa un abismo. Posiblemente, no hay pueblos más cercanos físicamente y, al mismo tiempo, más lejanos en sus posturas de intransigencia, insolidaridad y odios enconados. Desde 1948, lo único que se ha contemplado ha sido toda una suerte de desgraciados enfrentamientos en los que Israel lograba imponer sus condiciones con puño de hierro. El coste material, pero sobre todo humano, ha sido cada vez más elevado para la población palestina que se ha ido viendo arrinconada a la Franja de Gaza y a Cisjordania, en un proceso de colonización hebreo imparable, con el que ha ido sometiendo a un control asfixiante incluso en sus territorios autónomos. Por eso, volver al origen del problema no va a resolverlo, sobre todo partiendo de la exigencia de restablecer las fronteras de 1967, como ha pedido recientemente el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, ante la Asamblea General de Naciones Unidas. Hoy por hoy, la realidad es que no hay manera de enderezar el rumbo sin una intervención comprometida internacional que fuerce a Israel y a los palestinos a cambiar sus rígidas y antagónicas posturas.

Abbas ha solicitado, precisamente, al secretario general de la ONU, Antonio Guterres, que organice una conferencia de paz para resolver la situación en el plazo de un año. Y advertía, el pasado 24 de septiembre Abbas, “nuestra paciencia y la paciencia de nuestro pueblo tiene un límite”. Sin embargo, la respuesta del representante israelí en el máximo organismo internacional ha sido tajante, para Gilad Erdan es un “delirante ultimátum” sin ninguna legitimidad. Pero no lo es en sus propósitos. Abbas no ha dudado en utilizar para la defensa de su posición las resoluciones que la ONU ha ido tomando a este respecto y que Israel, sistemáticamente, ha ignorado. Del mismo modo, gracias a que, desde 2012, los territorios palestinos fueron incluidos como Estado observador, el presidente palestino recurrirá a la Corte Internacional de Justicia (CIJ), para denunciar la política colonial y el apartheid israelí, expresamente prohibidos por el Derecho Internacional. Por lo mismo, ha insistido en el incumplimiento de las obligaciones de Israel en los acuerdos firmados con anterioridad, a pesar de la buena voluntad de los palestinos de alcanzar una solución. De otro modo, vaticinaba de forma amarga que, si prosiguen estas políticas colonialistas, “nuestra tierra desaparecerá, sin importar cuánto tiempo le lleve [a Israel]”. Y lamentaba, por eso, que haya tantos países que no se hayan dado cuenta todavía o no hayan querido admitir la limpieza étnica que se está llevando a cabo en suelo palestino.

Para pesar de Abbas, la noticia que recoge su intervención, con sus imputaciones y su propuesta, no ha tenido demasiada repercusión. Es como si solo la violencia extrema, otra Intifada (y confiemos en que no), es lo único que haga despertar de su letargo a los países a la hora de encarar un conflicto en el que la estrategia israelí siempre ha salido vencedora, sin importar las múltiples violaciones de los derechos humanos que haya podido infringir en sus raids sobre Gaza. El tiempo se acaba para los palestinos. Las últimas operaciones en la Franja han dejado uno de los territorios más densamente poblados de la tierra como un erial, sin posibilidad de futuro, destruyendo infraestructuras, escuelas y hospitales, rodeándolo con un muro de hormigón que impide que haya posibilidades de que se dé alguna clase de prosperidad o futuro a medio o largo plazo (porque su día a día es una mera supervivencia).

Gaza vive una lenta agonía en la que los extremistas, pese a todo, son los que ganan la partida debido a la desesperación de sus gentes y, al mismo tiempo, son la causa de sus desgracias. En un bucle que solo beneficia las posturas irracionales de los hebreos. E Israel, independientemente del gobierno de turno, prosigue a lo suyo. Mantendrá la presión hasta que los palestinos dejen de existir como entidad. Y no les queda mucho. La alianza con EE.UU. impide que el Consejo de Seguridad de la ONU pueda adoptar alguna política coherente para presionar a Israel y atender los requerimientos de cualquier organismo internacional como país democrático. Solo tiene que esperar a que la fruta madure. Los propios palestinos están tan profundamente divididos que la rivalidad de Hamás y Al Fatah impide cualquier unidad de acción, lo cual les debilita. Hamás se afana en propugnar una postura intransigente negándose a reconocer a Israel y volcándose en ataques que solo favorecen la política de Tel Aviv.

De esta forma solo se les tilda de terroristas y de fanáticos, con lo que se desvirtúa cualquier opción de sumarles a la causa de la paz. Y Al Fatah, por su lado, cuenta con un líder muy envejecido y un partido atenazado por el clientelismo y la corrupción, sin mucha credibilidad en el exterior. Es cierto que la causa de los palestinos, por motivos distintos, cuenta con simpatías, como la mayor parte del mundo musulmán, por una cuestión religiosa y antihebrea, y parte de Occidente, salvo EE.UU., expresándose en forma de ayuda y solidaridad. Pero no se ha sabido capitalizar tales posturas. Curiosamente, el conflicto palestino sea uno de los temas de la Historia Contemporánea más abordados por el cine desde muchos puntos de vista. Sin embargo, nada de eso ha contribuido a un acercamiento de posturas entre Israel y Palestina, a un entendimiento del otro. De seguir así, todo augura a que los territorios palestinos acabarán siendo engullidos por Israel, y que la población palestina verá como su identidad quedará disuelta a la sombra siempre de la israelí, como ya ha sucedido en buena medida. Aun así, por poco realista que haya sido la petición de Abbas no deja de ser razonable, no es ningún delirio.

El auténtico delirio es permitir que en pleno siglo XXI haya un pueblo sin Estado, sometido a la arbitrariedad de una potencia dominante y sin que la ONU intervenga para frenar la sistemática violación de los derechos humanos que se lleva a cabo en tales sagrados lares. * Igor Barrenetxea es Doctor en Historia Contemporánea