Pero no estoy segura de que también nos despojemos de la mascarilla en su segunda acepción, el de destapar los sentimientos ocultos para descubrir la realidad. Lo digo porque somos capaces de dedicar el mismo 20 de junio a ser el día mundial más feliz del año y al recuerdo del refugiado. Día feliz y día del refugiado no parecen casar muy bien, a no ser que alguna mascarilla oculte las intenciones.

Hace unos días, en aguas de Lanzarote se ahogaron cuatro inmigrantes ilegales. Con mayor frecuencia aparecen muertos en el estrecho de Gibraltar, 7.000 muertos los últimos 30 años; es tan cotidiano que ya ni es noticia; de hecho, el tránsito "ilegal" de África a Europa por el Estrecho se incrementará, y al ritmo que vamos, los cadáveres en sus aguas permitirán algún día atravesarlo a pie enjuto. Entonces es posible que percibamos la inmigración en toda su magnitud y crudeza.

Frente a esta no-noticia de lo habitual, sí ha sido noticia escabrosa que la diputada voxera R. Monasterio desdeñara con trato racista y denigrante al parlamentario Serigne Mbayé, de origen senegalés, llamándole inmigrante ilegal y mantero, tratándole como español de segunda categoría ... o de tercera. No como ella, hija de emigrantes de primera llegados desde Cuba con mucha plata.

He aquí el quid de la inmigración y de los refugiados, la pasta, la plata que traen. Si vienes forrado no se trastabillan con tu nombre, ni reparan en tu color de piel, ni en tu turbante, ni en el burka de tu esposa, ni si eres gay, lesbiana o trans, no les inquieta tu religión ni credo político..., porque la bolsa aterciopela el racismo en un toque de diferencia. Jeques y deportistas profesionales saben del racismo atemperado.

No es el caso de la mayoría de quienes llegan a nuestros lares. De esos que veo por nuestras calles afanándose en su trabajo, luchando por mejorar su vida. A estos les soplamos al oído rápidamente "el racismo" de Monasterio a Mbayé. O si no se lo decimos, sí les solemos hacer la vida harto difícil, como si venirse a miles de kilómetros del hogar no fuera ya suficientemente difícil.

Y percibo que hablamos de inmigrantes, refugiados y desplazados como si fuera un tren pasajero. Pero si en 2010 se contabilizan 14millones de refugiados, desplazados y asilados, en 2021 son 82,4 millones, el 40% niños/as. Cada día son más y con perspectivas más lejanas de regresar. De Siria, Yemen, Congo, Venezuela, Birmania, Myanmar, Somalia, Afganistán... catástrofes naturales, violencia, conflictos bélicos, razones políticas, religiosas, raciales, sexuales, económicas; lo cierto es que huyen para vivir, pero su esperanza de volver se va diluyendo: en 1990 regresaron 1,5millones, pero en 2010 solo lo hicieron 390.000 personas al año. Y entre el casi imposible regreso y labrarse un futuro aquí, viven en la incertidumbre, ese país tan difícil de habitar. Dificultades para ser atendidos en sanidad y acogidos en las escuelas, exclusión del mercado laboral, xenofobia, racismo, marginación social... todo son penurias. Acogerles está bien, pero quizá presionar a quienes les obligan a huir para vivir fuera más efectivo. Pero claro, desenmascararnos para enfrentarnos a los sátrapas de los países que les expulsan y persiguen quizá sea poco provechoso para nuestros intereses de bieninstalados.

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