UALQUIER persona tiene libertad de movimientos, pero eso no quiere decir que pueda introducirse en la propiedad ajena sin sufrir las consecuencias. Cualquier trabajador puede ejercer su derecho a la huelga, pero eso no quiere decir que el empresario esté obligado a abonarle el salario de las jornadas no trabajadas. Cualquier persona tiene derecho a asociarse con otras para fines no delictivos, pero eso no quiere decir que no pueda ser expulsada de las entidades a que pertenezca.

Respecto de cualquier derecho podríamos llegar a conclusiones similares, la de que los derechos no son absolutos, la de que hay circunstancias en que podemos ser privados de ellos o ver limitado su ejercicio. Es una consecuencia lógica del hecho de que compartimos vida y planeta con otras personas y pueden producirse colisiones entre los de uno mismo y los de cualquier otro. Incluso el derecho a la vida, el que constituye presupuesto de todos los demás, se ve afectado por ello, es legítimo privar de la vida a alguien en defensa de la propia si se dan determinadas circunstancias.

Que los derechos puedan colisionar y ser imposible el ejercicio simultáneo de varios obliga a disponer de reglas para dilucidar cuál prima en cada caso y cuál debe ceder para que el otro no pierda su esencia y pueda ser ejercido de manera reconocible.

Una posibilidad pudiera ser la de reconocer con carácter general una relevancia distinta a los derechos, que los hubiese de primera y de segunda; sabríamos siempre y de manera sencilla quién es el obligado a sacrificar el suyo y a soportar las consecuencias del ejercicio del ajeno.

No resulta fácil, sin embargo (dejémonos de eufemismos, es imposible), establecer una clasificación de derechos mínimamente consensuada a nivel internacional (deberían clasificarse todos y no haber ni tan siquiera dos de idéntico rango) ni se soluciona así el problema de colisión entre ejercicios simultáneos imposibles por diferentes personas del mismo derecho o libertad. Por el contrario, sí parece existir un cierto acuerdo en que son las circunstancias concretas del caso, el ejercicio habitual o extraordinario, proporcional o desproporcionado, necesario o innecesario, gratuito o lucrativo€ las que deben tenerse en cuenta para seleccionar el potior in iure y que necesitamos a los profesionales (jueces y tribunales) para que en cada caso nos lo determinen.

Todo lo dicho hasta ahora se refiere también a la libertad de expresión. No está por encima del derecho a la vida. No goza, ni debe gozar, jurídicamente de una protección mayor. No es un derecho distinto, de especial y preferente categoría, con respecto al resto de los fundamentales. Y también su ejercicio puede colisionar con los de otros, con el de su no menos libre expresión (si por ejemplo el medio o canal es de acceso limitado) o con, por ejemplo, el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen.

Decía recientemente en estas mismas páginas mi admirado Pedro Ibarra que la libertad de expresión no debe tener límites. La ausencia de ellos, sin embargo, es algo intrínsecamente contrario a la naturaleza humana; lo ilimitado no es humano. Nuestra vida es limitada. Nuestro planeta lo es. Y, por suerte o por desgracia, nada que tenga que ver con nosotros puede situarse al margen de todo ello.

Entendámonos bien. Si hay censura previa no hay libertad, lo característico de cualquier derecho fundamental es que no se necesite permiso para ejercerlo. No es lo mismo impedir el ejercicio de un derecho que castigar un determinado ejercicio, pongamos que abusivo, del mismo. Lo que pretendemos decir es que no puede haber ejercicios ilimitados, que no puede haber ejercicios ajenos a las consecuencias que acarreen a los demás y que no puede haber ejercicios, maneras de hacer uso de tu derecho, que puedan afectar a los de otros sin que estos puedan tener algo que oponer.

No nos pueden ser iguales unas y otras maneras de actuar en ejercicio de un derecho. No debe ser equivalente actuar en pro del interés general o el bien común o poniendo el interés propio por encima exigiendo el sacrificio de aquellos. No debe ser admisible que se sacrifique en gran medida el derecho de muchos para proporcionar tan solo un pequeño plus al provecho individual del de algún otro.

Son tan frecuentes las colisiones en la vida social que sí debe, no obstante, existir un cierto ejercicio protegido. Uno que solo pueda ceder en circunstancias realmente extraordinarias o incluso nunca. De lo contrario, si siempre resultase sacrificado un derecho en alguna medida, podríamos poner en duda su condición de tal o los términos en que estuviese definido.

La técnica más sencilla para conseguirlo es aquella que salvaguarda también la necesidad de reprochar el ejercicio desproporcionado, la de proscribir la impunidad. Permitir que los ejercicios exageradamente egoístas y lesivos para terceros puedan ser sancionados de la manera previamente establecida por nuestros legítimos representantes.

Si pudiésemos decir impunemente lo que quisiésemos sobre los demás, desaparecería el honor, la intimidad y el derecho a una imagen que se corresponda con la realidad de nuestro ser y nuestro actuar. Tenemos evidencias más que sobradas en época de redes sociales y anonimato en ellas relativamente garantizado. Quizá pensemos que es el precio a pagar por una fama, prestigio o reconocimiento social que acaso nos estén proporcionando pingües beneficios. Y estaremos equivocados.

En primer lugar porque un famoso, sea cual sea el motivo por el que lo es, sigue siendo una persona con derechos. Con los mismos derechos. Con tus mismos derechos. Y en segundo lugar porque, abierta la veda, limitados los derechos de alguien con carácter general y no por los tribunales en virtud de las circunstancias que concurren en un supuesto concreto, están limitados los de todos. Los de cualquiera. Los tuyos. Por aquello mismo de que sois iguales, personas con derechos por el mero hecho de serlo.

Cosa distinta es que podamos entender, como entendemos, que no toda sanción contra el ejercicio inadecuado es legítima, que estas también están sometidas a juicio de legitimidad, tanto en lo que se refiere a si la conducta debe ser sancionada cuanto a si la sanción que se impone es la correcta y adecuada. Tanto en uno como en otro aspecto parece, y no lo decimos nosotros solos sino que lo hacen prestigiosos organismos internacionales, que España tiene un elevado margen de mejora. Y coincido con Ibarra en que la libertad de expresión es elemento esencial de la democracia, que no puede hablarse de democracia plena si no se hace frente a semejantes déficits.

Pero no nos confundamos. Donde hay impunidad, lesión de derecho de otros no sancionada como se debe, no hay justicia. Y por tanto, tampoco verdadera libertad para todos.* Analista