pesar de tantos avances científicos y técnicos, hay quien dice que nada nuevo hay bajo el sol, que la primera huella de humanización en una excavación arqueológica se encuentra allí donde un grupo social acompaña y ayuda para la supervivencia a un ser del clan que tiene carencias y que un síntoma de deshumanización se da cuando se encuentra un cráneo fracturado a causa de un semejante enfadado, aunque es complejo comparar tales comportamientos con tantos años de distancia. Sin embargo€ ¿ha cambiado algo bajo el sol?

El caso es que ahora algunos medios destacan el fallecimiento de Sean Connery, enorme actor, y muestran su curiosidad por encontrar a quien sustituya en la saga de agentes 007, con licencia para matar, a Daniel Craig. Lo que menos interesa es hacer un homenaje de culto a los distintos actores que han protagonizado al personaje, nuevos santos para un imaginario colectivo que necesita banalizar con aroma de lujo a un ser glamuroso que, para salvar al mundo, tiene licencia para matar a agentes que significan la encarnación del mal. Se trata de acciones individuales que, con el aparataje y cobertura de sus jefes, aunque a veces los desobedezca para conseguir una mayor eficacia, disimulan el concepto de terrorismo de estado, que no es más que la puesta en práctica, a menor escala, de las llamadas guerras declaradas. Es un mal menor que el Estado tenga el monopolio de la violencia, pero en virtud de ese monopolio puede cometer también crímenes si no tiene los resortes adecuados para su control.

Todavía nos conmociona, desconcierta y moviliza a la población, ese acto en el que, en continuidad con el atentado contra Charlie Hebdo en 2015, en el que fueron asesinadas doce personas, el joven checheno Abdoulahk A. asesinó al profesor Samuel Paty que, en el contexto de la clase de instrucción moral y cívica, utilizó las caricaturas de Mahoma para debatir sobre el tema de la libertad de expresión. Se trata de la caricatura del profeta con un turbante que esconde una bomba, o diciendo -a la entrada del edén musulmán- a unos muyahidines que acaban de inmolarse que ya han entrado tantos que no quedan disponibles vírgenes huríes. Uno no termina de entender bien por qué se vincula la reproducción constante de esta imagen a la defensa de la libertad de expresión, una imagen que vincula a todo el mundo islámico, muy complejo, por cierto, con élites derrochadoras y grandes necesidades entre la población, con sus conflictos y divisiones, donde no falta quien subraya la responsabilidad occidental en la dependencia económica y política que viven. Con estos y otros muchísimos matices en una cuestión tan compleja€ ¿podemos preguntarnos si, puestos a ser estrictos, tiene sentido exhibir, como ejercicio de libertad de expresión, otras premisas falsas como la vinculación entre ser alemán y ser artífice del holocausto o el negacionismo en torno a la pandemia? Por supuesto que no juzgamos a un profesor que, en un contexto educativo plantea el tema como debate. Y menos aún puede haber algún tipo de insinuación de que ha sido el responsable de su muerte. En absoluto. Pero en torno a este hecho se han vuelto a exhibir ampliamente las caricaturas de Mahoma de manera acrítica. Y eso no es un debate.

El ejemplo que viene a continuación no tiene ningún interés en crear simetrías, ni mucho menos, pero cuando el 17 de febrero de 1905, Iván P. Kaliaev asesinó con una bomba al tío del Zar Nicolás II, después de que dos días antes tuvo la oportunidad de matarlo pero no lo hizo porque iban con él su mujer y dos sobrinos, todavía se debatía la idea del "asesino virtuoso", quizá con licencia para matar. Albert Camús lo inmortalizó en su obra teatral Les justes. Allí exclama Kaliaev: "Se mata (con límites) pero también se muere, es la regla del juego". Y añade: "Si no muriera, entonces sí sería un asesino"€ "Acepté matar para abatir el despotismo". Pero Camus está vigilante en la obra porque tras el "justiciero" puede llegar otro despotismo desde los camaradas, algo no desconocido en nuestro entorno, incluso cuando detrás de los personajes hubiese una ética, o una leyenda, del sacrificio.

Y en estos dramas, uno de los actores, Abdoulahk, tiene espectadores de diferente signo. Los musulmanes son la mayoría de la población en cincuenta países, el número de musulmanes en el mundo se encuentre en torno a dos mil millones, que significa casi el 25% de la población mundial, y tiene en el proselitismo una de sus características, también entre quienes emigran. Hay quien considera que hay un integrismo de patente saudí, "islamismo tranquilo", que entra en las sociedades europeas desde abajo, con una decidida afirmación cultural frente a la asimilación y una fuerte vitalidad demográfica, con espacios de encuentro, cooperativas, ayudas sociales, e incluso asistencia sanitaria, y va calando en su entramado societario para no marcharse, pero quizá su frustración ante las expectativas de mejora de vida incumplidas, o la xenofobia de algunos movimientos ciudadanos y políticos, que nunca justifican un atentado, no facilita el que de sus filas no emerjan brotes violentos aunque sea como pretexto para la actuación, y captación, por parte de esas minorías radicalizadas y violentas, que ciertamente existen.

Es posible que el autor del crimen contra el profesor supiera que las consecuencias de su acto lo llevaban a la muerte, y así su acción se convertía en un acto sacrificial. Ha habido numerosas declaraciones de representantes musulmanes que no comparten en absoluto la acción, y también hay silencios elocuentes. Pero el hecho de ser "abatido" casi inmediatamente por las fuerzas policiales le imprime esa aura que también debe ser evitada, como debe evitarse el término "abatir" cuando tenemos como referencia a las fuerzas de seguridad, aquí, en París y en Filadelfia. Y eso no quita ningún grado al horror y rechazo que provocan otros ataques como los de Niza o los de Viena. Los grupos terroristas saben que sus actos implementan las medidas de seguridad y con ello sus posibles errores en la respuesta, lo que alimenta la crispación incluso a nivel internacional.

No se trata de una comparación exacta de modelos, pero tanta insistencia en escenas cinematográficas en las que los malos son tan malos que el policía bueno no tiene más remedio que matarlos, o "abatirlos", viene a estar en la línea de ese otro modelo más sofisticado de agente con licencia para matar. El mundo audiovisual lo encumbra con unos contra-valores de superioridad inmoral "occidental", asumidos acríticamente e interiorizados como un mero pasatiempo. El justiciero de turno tiene el aval de quien conserva el monopolio de la violencia, es delegado del gobierno británico, o de cualquier otro, ¡qué más da!, en la aldea global para conseguir objetivos estratégicos y económicos, luchar violenta y sofisticadamente contra quienes tienen objetivos similares en sentido contrario. Y desde las pantallas cinematográficas contribuye a valorar de manera diferente cuando quien mata es de los unos y cuando quien muere es de los otros, porque hay tantas licencias para matar...

* Escritor