IEN podía haber elegido para este artículo el título de una novela histórica del escritor estadounidense James Fenimore Cooper, publicada en el siglo XIX y traducida al castellano como El último mohicano. Dicha novela narra acontecimientos acaecidos a mediados del siglo XVIII en el marco de la pugna entre Francia y Gran Bretaña por el dominio de las colonias de Norteamérica y protagonizados, entre otros, por los supuestos últimos individuos de una de las tribus originarias de Norteamérica, de cuya extinción se deja constancia en la obra.

Es conocido que el autor confundió y fundió bajo una sola denominación dos tribus que no han desaparecido aún y que sobreviven -aunque a duras penas- en dos estados de EE.UU. Pero, abstracción hecha de tal inexactitud histórica, el autor nos muestra un mundo en declive, en vías de desaparición, en virulento contraste con una visión del mundo y del territorio tan amenazante como arrolladora.

También podía haber iniciado este artículo haciendo referencia a la España vaciada de vida, de personas, envejecida, carente de servicios y olvidada. A ese territorio, que se considera bucólico, idílico. A ese espacio al que los visitantes de las zonas urbanas acuden deseosos de recuperar el resuello, huyendo del estrés que les origina su vida diaria. Un espacio que, en demasiadas ocasiones, se invade y maltrata€ Pero en Euskal Herria también tenemos zonas rurales, pueblos bonitos, convertidos cada vez más en pueblos dormitorio, renqueantes, envejecidos y que, poco a poco, se están quedando atrás, faltos de vida, de servicios e infraestructuras.

Vivo en un entorno rural, en el corazón de Bizkaia, en Durangaldea para más señas. Hace tiempo que cerraron la escuela, que desapareció de nuestras calles y plazas el trajín de los niños y niñas que en ellas correteaban. Después perdimos el servicio médico que nos atendía a última hora de la mañana. Contábamos con un servicio de autobús ineficaz y poco utilizado y hoy aquel autobús se ha convertido en un taxi, pero el servicio sigue sin apenas utilizarse porque no ha sido pensado para facilitar la movilidad de las personas que viven en un entorno rural.

Hablamos de la necesidad de impulsar la actividad de baserritarras y ganaderos, de aquellas personas que viven de la explotación forestal, que son quienes verdaderamente viven y moldean nuestro entorno, al tiempo que cuidan de él. Hablamos de conceptos en boga, como sostenibilidad, cuidado de la tierra, equilibrio territorial, productos más sanos y sostenibles€, pero lo hacemos mientras llenamos nuestras despensas y amoldamos los menús de nuestros hospitales, escuelas, universidades, residencias, etc. a base de productos más baratos, a menudo subvencionados con fondos públicos, cuyo verdadero coste es la explotación extensiva de la tierra, que la degrada y vuelve yerma. Pero qué más da, esas tierras sobreexplotadas quedan lejos de nuestra vista€ Y nos extrañamos de que el sector primario, que no levanta cabeza, cierre explotaciones, abandone bosques, carezca de relevo generacional y de que nuestro paisaje se deteriore de manera irremisible, al tiempo que se acentúa nuestra dependencia alimentaria.

Con todo, nuestro mundo rural sigue intentando salir adelante, mediante pequeñas granjas y explotaciones, esforzándose por recuperar prados y bosques, fomentando servicios a pequeña escala, porque entiende que esa es la actitud más sostenible, más acorde al entorno que hemos recibido y que pretendemos transmitir a las generaciones que nos sucederán.

Y cuando la pandemia atenaza a las zonas más pobladas -debido en parte a la irresponsabilidad, insolidaridad y falta de civismo, empatía y visión de algunos- y se toman decisiones para hacerle frente, una suerte de café para todos golpea una vez más, y con fuerza, a las zonas rurales, que son, al mismo tiempo, las menos afectadas por la enfermedad y las grandes olvidadas, y viene a añadir dificultades tanto a su día a día como su empeño por salir adelante.

No necesitamos una palmada en la espalda, ni palabras de comprensión, ni la tutela de diputaciones y gobiernos que, en ocasiones, nos miran con cierto aire de superioridad y a los que nos resulta difícil acceder y que tienen dificultades para entender lo que significa vivir en un entorno rural. No necesitamos que funcionarios que ni siquiera nos conocen nos dirijan cartas desde la distancia para exigirnos una serie de infraestructuras y servicios que, si bien nosotros deseamos y necesitamos, nos resultan inaccesibles a causa de nuestra falta de recursos.

Necesitamos cercanía y trabajo conjunto para que el mundo rural pueda vivir y desarrollarse. Necesitamos ser tenidos en cuenta, que se nos escuche en todas aquellas decisiones que nos conciernen y afectan. Necesitamos recursos para mejorar el acceso a los barrios dispersos, para mejorar la calidad del agua y las redes de saneamiento. Necesitamos poder acceder a la cultura en pequeña escala, fomentar el envejecimiento activo de nuestros mayores y que estos puedan acabar sus días en el entorno que los vio nacer. Necesitamos un desarrollo económico y urbanístico equilibrado que contribuya a que los habitantes de las zonas rurales puedan desarrollar un proyecto de vida. Necesitamos de otra mirada, de colaboración y cercanía, de servicios adaptados e inversiones, para que el mundo rural pueda, en definitiva, sobrevivir.* Alcalde de Garai