A cineasta Isabel Coixet ha producido el largometraje Cartas mojadas de la directora Paula Palacios. El documental denuncia con vehemencia y gran calidad cinematográfica, la esclavitud en Libia, donde miles de personas están atrapadas intentando hacerse a la mar. Según fuentes independientes, hay unas 400.000 mil personas llegadas a Libia con la intención de buscar una vida mejor en Europa. Vienen sobre todo de Sudán, Sudán del Sur, Etiopía, Eritrea o Somalia, países que están en conflicto. De ellas, unas 15.000 se encuentran recluidas en centros de detención en condiciones infrahumanas.

Ya en 2017, la cadena internacional CNN realizó un reportaje en el terreno, captando testimonios de subastas en las que por 200 a 400 dólares se venden hombres y mujeres. En numerosos casos, además, no solamente se venden y compran seres humanos, sino que sus nuevos propietarios les cambian el nombre robándoles de este modo su identidad. Este infierno es conocido por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas al que el Alto Comisionado para los Derechos Humanos, el diplomático jordano Zeid Ra’ad al Hussein, hizo llegar informes con pruebas. El Alto Comisionado, antes de su relevo por Michele Bachelet en 2018, llegó a denunciar la inhumana colaboración entre la Unión Europea (UE) y la Guardia Costera de Libia que, bajo contrato económico, a modo de colectivo mercenario, hace el trabajo sucio para impedir y detener el tráfico de pateras hacia el sur de Europa.

La turbia relación de la UE comenzó con el derribo del poder en 2011 de Muammar el Gadafi por la OTAN. Desde entonces, hay dos gobiernos en el país. El de Fayez al-Sarraj, que es el preferido de Occidente, y el del Congreso Nacional General de Trípoli, de carácter islamista. Para complicar más el escenario, el país está trufado de grupos armados, rebeldes y tribales con derivas yihadistas que dominan territorios. Nadie es capaz de poner orden en el caos y el paso del tiempo en lugar de debilitar la disputa violenta de poderes, sigue afianzando la fragmentación y los enfrentamientos armados.

En este contexto confuso, las mafias que trafican con personas, sobre todo subsaharianas, se mueven con facilidad. No hay quien las pare. El gobierno de al-Sarraj, presionado por medios internacionales de comunicación, ACNUR y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), ha anunciado investigaciones pero, aunque quiera de verdad acabar con los mercados de esclavos, poco puede hacer cuando no controla la mayor parte del país.

¿Y qué hace la Unión Europea? Lamentarse mucho. Y es que la prioridad de la UE no es garantizar el trato digno de los migrantes, sino impedir su flujo hacia Europa. Veremos qué hace Josep Borrell como jefe de la diplomacia europea. Me da que este asunto le cae grande. Lo cierto es que hace falta una política global humanizada que cree un sistema de recepción de migrantes, más plazas para sus reasentamientos y cuotas generosas para un flujo legal a países europeos.

Las revelaciones de la esclavitud en Libia llevadas al cine por Paula Palacios deberían ayudar a cambiar nuestra indiferencia social por una actitud proactiva que exija a gobiernos y organismos internacionales terminar con una lacra que devuelve a la humanidad a los tiempos más oscuros de su existencia. La esclavitud en Libia nos salpica a la sociedad europea. Celebramos el fin de Gadafi sin tomar en cuenta el infierno que estábamos ayudando a construir. Creo que es significativa la denuncia de Médicos Sin Fronteras al decir que “las políticas europeas alimentan el negocio del sufrimiento humano en Libia”.

Esto que está ocurriendo a nuestras puertas es espeluznante. Algunos informes de la OIM explican que las personas que logran sobrevivir son recluidas en centros de detención masificados, en condiciones deplorables, sometidas a torturas y vejaciones constantes. Y la propia OIM se lamenta: “La UE ha ido tejiendo acuerdos con de las facciones que controlan el país para que ejerzan de muro de contención en la ruta migratoria. Ha destinado cientos de millones de euros para equipar a la guardia costera Libia y para campos de detención”. Mientras la UE hacía su política, el equipo televisivo de la CNN descubría en el país hasta nueve lugares de venta de esclavos para trabajar sin descanso o para convertirse en juguetes sexuales de sus amos. Algunos logran escapar y regresar a sus países de origen, siendo testimonios vivos.

Ahora bien, el negocio de esclavos no debería centrar nuestra mirada y nuestra indignación, olvidando lo que ya sabemos del Mediterráneo: según datos de la plataforma Mare Nostrum, el Mediterráneo se ha convertido en un gran cementerio en el que, desde el año 2000, se han contabilizado más de 40.000 muertos y decenas de miles de desaparecidos. El año 2019 se saldó con 1.200 muertos en el mismo cementerio marítimo. Veremos qué trágicas cifras nos trae 2020. Sólo el pasado 7 de agosto se reportaron más de 50 ahogados y otros tantos desaparecidos. Todo esto sufre África en medio de una pandemia. Claro que los seres humanos en este continente, nacen, crecen, sobreviven y mueren en medio de epidemias que se suceden. ¿Y dónde está el mundo?

En plena pandemia, la película de Paula Palacios es una llamada desgarrada contra el olvido y por el cambio: cambio de sociedad, cambio de modelo económico, cambio de valores, cambio de mundo. No podemos tolerar tanto crimen contra la humanidad. En pocos años, desde finales del siglo XIX a principios del XX, murieron en los campos de caucho y en las minas del Congo Belga en torno a diez millones de esclavos (las cifras varían según historiadores). Leopoldo II de Bélgica fue uno de los mayores genocidas de la historia. Que en pleno siglo XXI la esclavitud siga siendo una práctica vigente, debería ser una vergüenza movilizadora, implacable con los culpables. * Analista