ECÍA ya Ortega y Gasset que la historia tiene en común con toda ciencia empírica que ha de ser construcción y no una mera descripción de datos. Y la historia no es una manipulación de datos, sino descubrimiento de realidades. La realidad es algo mucho más amplio que una determinada estadística. Y en ese maremágnum de cifras que nos bombardea como si del control de cifras fuese posible controlar la realidad, nos estamos encontrando con que la punta del iceberg del miedo y la culpabilidad colectiva están señalando a las residencias de mayores con el dedo acusatorio de quienes fabrican chivos expiatorios, lo cual también es parte de la realidad, aunque difícilmente se refleje en las estadísticas.

En ese pim-pam-pum de dogmas y prejuicios que se arrojan constantemente a los sumideros de la comunicación y emponzoñan la percepción de la realidad se encuentra ese flujo de datos contaminados por el virus del miedo y del sentimiento de culpabilidad que tiene causas muy complejas, como toda cuestión humana.

A nadie se le oculta que hay muchísimas personas que sobreviven en residencias en soledad y no porque las personas profesionales, con unos sueldos poco dignos, no intenten devolverles la dignidad que se pierde no tanto porque se tiene mucha edad o porque distintas dolencias encadenan sus vidas al pastillero y al control estricto sanitario sino porque no perciben ese calor humano que durante tantos años han compartido con su familia cuando esta lo necesitaba y que en los últimos años de la vida, que es cuando más lo necesitan ellos, se les niega.

Eso no quiere decir que todas las familias que han enviado a un ser querido a una residencia de mayores lo haya abandonado, ni mucho menos. En muchas ocasiones es un recurso necesario para la persona mayor residenciada y para la familia que, dada la situación en el deterioro de su ser querido, consideraba que sus fuerzas se potenciaban con un recurso que les permitía levantar cabeza y dedicar más tiempo a las manifestaciones de presencia cualitativa y cariñosa. Quien ha experimentado en los últimos tiempos, por razones que no vienen al caso, que las personas cercanas a la tercera edad hemos de estar muy cercanas a las de la cuarta edad, ha presenciado escenas extremas de delicadeza en familias que visitan y en profesionales. Eso no quiere decir que no todas las personas vibran con la misma sintonía. Y hay muchas personas que han tomado la decisión de ingresar a su ser querido en una residencia a las que siempre les queda la duda de si han tomado la decisión más adecuada, de si podía haber existido otra solución, de si esa mirada de su ser querido reprocha algo. Y son precisamente las personas que pueden tener ese posible sentimiento de culpabilidad las que más esfuerzos hacen por transmitir cariño a sus seres queridos. Es ya recurrente la escena en la que una persona acompaña a un ser querido con Alzheimer y le pone canciones, o se las canta, y le habla con suavidad, mientras otra persona que lo ve, incluso una persona de la familia, le indica: ¿Por qué le hablas así, si no sabe ya quién eres? Además de considerar que esa cruel simpleza identifica el empeño terrorífico de preguntar nombres y nombres a quienes tienen problemas de memoria verbal, como si ese fuese el test definitivo de la realidad, resulta difícil que tal persona entienda la respuesta de quien le dice: "Ya... que no sepa mi nombre sólo quiere decir eso y, además, yo sé quién es, y dudo que tú sepas quién es, aunque conozcas su nombre, profesión, apellidos€ así te justificas porque apenas lo visitas".

El principio de que quien ha tomado decisiones que considera duras con un ser querido no debe recurrir a la culpa porque sinceramente está haciendo todo lo posible por atenderle con todas sus posibilidades, lo que no significa que no haya también un cierto sentimiento de culpabilidad en quienes se han desentendido de sus seres no-queridos. Siempre encuentran disculpas para no visitar, para no querer. Y a veces realizan quejas en las residencias que en ocasiones pueden estar justificadas, pero otras veces no tanto. Atar y sujetar a residentes con problemas es una cuestión significativa. Las personas especializadas pautan que ese no es el mecanismo más adecuado en general pero, en la práctica, a veces se presiona para que se sujete a las personas residenciadas por miedo a una denuncia familiar.

Por supuesto que no debemos ser simples en cuestiones tan complejas, pero en este momento el miedo se está uniendo a una culpabilidad no manifestada explícitamente porque en demasiadas ocasiones nos desentendemos de nuestros seres queridos o no-queridos. Y buscamos un chivo expiatorio en tantos profesionales en contacto directo con estas personas, que tienen que actuar en unas condiciones especiales, con preparación adecuada a su trabajo, pero a las que, en un contexto de pandemia, se les está exigiendo algo fuera de sus posibilidades y atribuciones habituales.

En Francia hay un debate en torno al registro de muertes y brotes detectados en residencias de mayores y su inclusión en las estadísticas. Y es que no terminamos de aceptar que las personas se mueren. Según el INE, en 2018 hubo en el Estado español 427.721 defunciones, con 3.539 muertes por suicidio, primera muerte por causa externa, lo que nos pide otro tipo de reflexión. Y además de enfermedades y accidentes -¿queremos reconocer de verdad que la vida tiene un límite?-, las personas muy mayores se mueren, especialmente cuando se asocia su situación a determinadas enfermedades. ¿Es que hay que explicar a alguien que las personas que más se mueren son las personas que tienen muchos años y que las personas de mucha edad tienen asociados problemas de salud? Pero ahora duele mucho a quienes trabajan en residencias esa diana que se ha puesto sobre ellas, especialmente desde que el ejército y sus altos mandos han abierto la veda y han focalizado más la diana con manifestaciones poco afortunadas. Por no incidir más en una cuestión que nos puede llevar a un debate más amplio sobre el interés de la presencia de tales efectivos en los medios de comunicación o no mencionar que las funerarias han reconocido que no pueden acudir a todos los lugares donde se les llama, y que un cadáver no se puede retirar más que en determinadas condiciones.

No todas las residencias son perfectas, pero en lugar de mimar a sus profesionales con los aplausos ciudadanos, parece haber un afán de linchamiento que oculta las vergüenzas de una sociedad en la que los poderes públicos no financian con dignidad los cuidados para los últimos años de la vida; también las vergüenzas de algunos familiares que se han desentendido desde hace tiempo de sus seres no-queridos y se posicionan contra quienes se están dejando la piel en estas tareas, agravadas por una situación grave de pandemia, y que no reciben reconocimiento económico ni social sino flechas incendiarias en las llagas de su integridad. Y nadie niega que pueda haber desaciertos. Es otro el asunto. Y es que el estrés del personal que trabaja incansablemente en estas fechas, arriesgando también su salud y la de sus familias, se debe en gran medida al exceso de trabajo, al índice de peligrosidad que aumenta en sumo grado cuando en vez de poner la venda se echa sal a la herida. No están buscando aplausos, se conforman con que se les quite de la diana. Si no cuidamos a quienes cuidan€

* Escritor