ONFIESO que, en el ejercicio del deber como ciudadano, voté No en el referéndum al que se sometió para su aprobación popular a la Constitución española del 78. Con ello no quiero decir que no me incumba su contenido o que no me someta a ella. Como integrante de la minoría que no le otorgó el respaldo con su voto, en mi calidad de demócrata, debo respetar la voluntad de la mayoría. Este es el más elemental de los deberes de todo ciudadano en democracia.

Eso no es óbice para que uno siga pensando que la postura que adoptó en ese momento seguiría adoptándola en el momento actual. Y que lo que en aquella situación, con la ingenuidad y el entusiasmo de un neófito en las cuestiones jurídicas, fue el resultado de lo que yo entendía era un deber moral dentro de un sueño republicano. Lo que ocurre es que hace tiempo que mi inocencia jurídica dio paso a la conciencia del juego de intereses -a veces inconfesables- que se ocultan tras toda norma.

Una de las razones, no la única pero sí la principal por la que di mi voto negativo a la Constitución, fue que, afirmándose solemnemente y con categoría de principio/derecho fundamental en el artículo 16.3 que “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”, en el artículo 56.3 se dijese, con sublime rotundidad, que “La persona del rey es inviolable y no está sometida a responsabilidad”. En principio parecería que estos dos artículos constitucionales nada tienen que ver entre sí, pero, a mi juicio, la realidad era bien diferente. Y razoné de la siguiente manera:

Si se afirma que ninguna confesión tendrá carácter estatal, o dicho de otra manera, que el Estado no tiene credo alguno, es aconfesional, se está estableciendo una radical separación entre lo político y lo religioso. De esta manera, lo religioso deja de cumplir cualquier función pública y, por supuesto, de moral pública para limitarse exclusivamente al ámbito de lo ético/moral privado. En un sistema democrático, el Estado es el fruto de la voluntad general y, por tanto, no se adscribe a una moral concreta, esto es, carece de sistema axiológico-religioso concreto más allá de los Derechos Humanos. Hasta aquí, nada que objetar.

Pero si, por otra parte, la Constitución dice que la persona del rey posee inmunidad, la consiguiente pregunta es: ¿de dónde procede esa cualidad que le hace diferente y superior? Ya los autores inspiradores de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano asumieron ineluctablemente, como piedra angular, aquella célebre cita del Contrato Social de J.J. Rousseau: “Renunciar a su libertad es renunciar a su cualidad de hombre, a los derechos de humanidad, incluso a sus deberes”. No existe ninguna compensación posible para que cualquiera renuncie a todo. Una tal renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre… Y como consecuencia de ello, no será del interior de cualquier Constitución democrática que, como tal, proclama la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos de donde proceda la condición de inviolabilidad. La propia Constitución española, inspirada en la Declaración de los Derechos Humanos, esto es en la hija/nieta/biznieta… de la Declaración de 1789, no puede establecer diferencia alguna entre los ciudadanos sean de a pie o príncipes y, si lo hace, está explícita o tácitamente proclamando la desigualdad. Y, consecuentemente, convirtiendo en súbdito a quien, ella misma, eufemísticamente, llama ciudadano a la vez que establece la obediencia pasiva a alguien superior.

Entonces, ¿cuál es el sistema axiológico del que pueda proceder la inmunidad real siendo que, en el espíritu que inspira esta Constitución, están contenidas, al parecer y en simbiosis, la libertad y la igualdad como piedras angulares? Al proclamar la Carta Magna, que ninguna confesión tendrá carácter estatal, y siendo los Derechos Humanos quienes inspiran su articulado en su conjunto, tendrá que ser de un sistema de valores externo a ella misma de donde proceda la legitimación de la inviolabilidad situando a la persona inviolable por encima de las demás.

Lo cierto es que, en el mundo occidental, a pesar de que con el humanismo, y más tarde el racionalismo, el poder bajó del cielo a la tierra, de la voluntad de Dios a la voluntad popular, en el imaginario político ha permanecido la idea de la sacralidad religiosa del poder. Aquella afirmación rotunda de Pablo de Tarso en la Carta a los Romanos 13-1 afirmando que: “Todo poder procede de Dios” ha fundamentado los escritos sobre el poder de San Gregorio Magno, el obispo Bonifacio y los monjes filósofos Hincmaro de Reims, Alcuino de York… Igualmente, otorgó fundamento sacerdotal legitimador a la coronación de Carlomagno por el papa León III en el año 800. Y, a partir de ella, a todas las coronaciones de los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico hasta la de Federico III en el año 1452. Finalmente, el dogmatismo de autores de la talla de T. Hobbes en el Leviatán o R. Filmer en Patriarca y, en general, de los teóricos absolutistas, ha contribuido a asentar, en el imaginario colectivo, la convicción de que el poder real tiene un origen divino.

A corto y a medio plazo, de poco sirvieron la revolución holandesa, las dos inglesas, la francesa, y más tarde la alemana, para cortar el cordón umbilical que ligaba al poder con la divinidad. De poco sirvió la humillación a la que, desde un punto de vista simbólico, Napoleón sometió al papa Pío VII al relegarle al papel secundario de testigo autoproclamándose emperador en su presencia. Las constituciones del siglo XIX en España siguieron invocando a la Divinidad. Así pues, por ejemplo, el encabezamiento de la Napoleónica de 1808 rezaba: “En nombre de Dios todo poderoso…, por la gracia de Dios” e, igualmente, la Liberal de 1812 (Constitución Política de la Monarquía Española), presumiblemente más laica, iniciaba con el siguiente texto: “En nombre de Dios todo poderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad…”.

A largo plazo, por lo que se observa en la Constitución española de 1978, tampoco las cosas han cambiado demasiado. Es cierto que lo que han cambiado son las formas pero no el fondo. La Carta Magna española no comienza invocando a la Divinidad, lo hace en nombre de la nación soberana, pero sobre ella sitúa la figura de un rey mediante el reconocimiento del sagrado atributo de la inviolabilidad. No es la voluntad popular la que legitima el carácter inviolable del rey, porque no es posible que ella misma admita la desigualdad, sino una tradición de carácter religioso, totalmente ajena al espíritu democrático, que plantea un verdadero problema de sistemas axiológicos, es decir, de principios con una no fácil solución.

Así razonaba entonces. Hoy, tras rememorar la reflexión que hice para fines cívico políticos, cuarenta y pico años atrás, a la vista de los aconteceres, no me queda otra cosa que exclamar: ¡República, República, qué tan lejos que estás!

* Catedrático emérito de la UPV/EHU