ON días en los que la solidaridad crece. A veces, ante la incomprensión o la tardanza de ciertas decisiones de estados y gobiernos, es la ciudadanía la que toma postura, la que toma decisiones, la que se ayuda y la que se protege. Es una actitud que demuestra no solo la solidaridad entre personas, sino la sabiduría de nuestras sociedades. Incluso se retoman eslóganes un tanto olvidados como ese que corre por las redes sociales: "Solo el pueblo salva al pueblo". Podemos discutir sobre su exactitud, pero no podemos negar el reflejo que supone de una sociedad viva, con claridad de ideas y sentimientos pese a la amalgama de informaciones y tristezas, y por ello resuelta a enfrentar crisis como la que vivimos.

La frase tiene también un cierto halo de crítica implícita hacia las élites políticas y económicas, hacia los gobiernos que fijan en su escala de preocupaciones primero a la economía, en vez de a la vida; es un grito por poner a la vida de nuevo en el centro de nuestras vidas. Hemos visto, y sufrido, cómo el sistema en el que vivimos durante las últimas décadas ha puesto en ese centro a los mercados, a las privatizaciones, a la consecución de más y más beneficios económicos, aunque estos queden cada día en menos manos. A ese sistema no le preocupa la situación de las grandes mayorías, la violación de derechos humanos en muchas partes del mundo, ni incluso la posible destrucción paulatina del planeta por su modelo de desarrollo. Hemos visto cómo se hacía lo imposible por privatizar absolutamente todo, la vida misma, y hoy comprobamos que solo sistemas de salud y de cobertura social públicos pueden ser eficaces para enfrentar una pandemia como la que recorre el mundo. Los mercados, la sanidad privada, los sistemas financieros preocupados solo por la ganancia, no sirven hoy en día. Así, comprobamos el silencio de decenas de expertos y tertulianos neoliberales que ayer clamaban por la economía de mercado y hoy callan y acuden corriendo a hospitales públicos para que les traten al más leve síntoma. En cierta forma, el coronavirus nos ha igualado un poco y hace justicia poética.

Por el contrario, ahí están las miles de iniciativas populares que se dan día a día para fortalecer nuestra resistencia física y psicológica ante esta situación. Es iniciativa social el aplauso diario a quienes hoy están en la primera línea trabajando y jugándosela frente a la infección y el agotamiento. No solo el personal sanitario, sino también transportistas, trabajadoras de supermercados, taxistas, personal de cuidados en las residencias de mayores o servicios de limpieza en las calles. Curiosamente, esas profesiones nunca suficientemente valoradas, pues este sistema también establece la existencia de clases incluso entre profesiones. Son también iniciativas sociales en los barrios las de apoyo mutuo entre vecinos, especialmente aquellas que tratan de ayudar a las personas mayores, las que más riesgos corren de verse afectadas por el virus y las que lucharon durante toda su vida porque hoy estemos donde estamos como sociedad.

Pero decíamos que, entendiendo el momento de mirarnos, es importante también no perder de vista todo aquello que no siendo pandemia sanitaria sí es desde hace mucho tiempo pandemia social y política y que ahora se verá agravada por la primera. Las violaciones a los derechos humanos se siguen produciendo, no han parado, no han quedado confinadas en las casas. Las violencias machistas no dejan de crecer (con mayor riesgo en este contexto de confinamiento) e incluso ahora, con la crisis, son las mujeres las que, una vez más, sufren consecuencias negativas mayores, traducidas en despidos, más precarización y dobles o triples jornadas. Igualmente, miles de personas siguen teniendo que emigrar de sus tierras ante la falta de condiciones mínimas para una vida digna, sea por guerras, por explotación de sus recursos, o por la degradación ambiental provocada por la crisis climática. Asistimos en los últimos años al cierre de fronteras para estas personas, al levantamiento de muros y vallas, a la toma de medidas de los gobiernos cada vez más restrictivas hacia ellas. Y no podemos obviar que esa situación trágica ahora se acrecienta con las decisiones que se toman para enfrentar el virus y que tratan de convertir nuevamente nuestras sociedades en auténticas fortalezas más altas e inexpugnables si cabe. Ellos y ellas se quedan fuera, donde a las nefastas condiciones para la supervivencia ahora se suma el virus.

En otros casos no podemos olvidar los más que precarios sistemas de salud de decenas de países en el mundo. En nuestro mundo nos hablan de la suspensión de no sé qué competición deportiva pero en la competición contra el coronavirus, si ya está siendo difícil en Europa, nos ocultan qué efectos podemos presuponer si este se extiende con igual virulencia por África o América Latina, por países en los que los postulados neoliberales de privatización de la vida han impedido, por ejemplo, el desarrollo de sistemas sanitarios mínimos y de otros servicios sociales; países donde la posibilidad de hacer teletrabajo en casa y la cuarentena es un imposible porque prima la más absoluta precariedad y explotación laboral o por el hecho de que diariamente toda la familia debe salir a la calle para ganarse la vida.

Son tiempos de solidaridades entre las personas en nuestros pueblos y ciudades, pero recordemos que también lo deben seguir siendo para la solidaridad hacia otros pueblos. Tiempos para entender que si ahora descubrimos lo injusto de haber intentado precarizar la sanidad pública en nuestros países, qué pensar de lo que ocurrirá en aquellos en los que esa sanidad pública es simplemente una ilusión. Siempre es tiempo, pero ahora más que nunca debemos afirmar y practicar el hecho de que la solidaridad es la ternura de los pueblos.

* Mugarik Gabe