Hoy y aquí, ¿podemos todavía creer en Dios? Preferirás sin duda que me formule la pregunta en primera persona, y que te diga, con todos los riesgos, si hoy todavía yo creo en Dios. Pues sí y no. Todo depende de lo que entiendas por creer y por Dios. Y no es que quiera eludir la cuestión. No la eludiré.

No inventamos las palabras con las que nos entendemos, y es aventurado atribuirles un sentido diferente al que tienen para el común de la gente. Por ejemplo: creer y Dios, ¡qué palabras! Pero las palabras tienen vida y, por lo tanto, historia: nacen, crecen, cambian; se estrecha o se dilata su sentido. No podemos repetirlas, como si siempre significaran lo mismo o como si no apuntaran mucho más allá de lo que significan, al Infinito Indecible. ¿Qué digo, pues, cuando digo "creer en Dios"?

Por creer no entiendo tener algo por cierto, verosímil o probable, sin prueba científica. Cuando digo "creer en Dios", no me refiero a tener por cierto o probable que Dios existe. Creer viene del latín credere, pero este a su vez se compone de una doble raíz indoeuropea: kerd (corazón, cordial, acuerdo, coraje€) y dheh (poner, dejar, donar, entregar€). ¿Dónde pongo el corazón, es decir, el centro o el fondo verdadero de mi ser? ¿A dónde me lleva mi ser? ¿Qué me llena vaciándome del todo? He ahí la cuestión.

"Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón", dijo Jesús. Tu tesoro, tu perla preciosa, la belleza que te arrebata de la superficie y te sumerge en tu Fondo y te alza a tu altura, el Misterio, el Amor creador y liberador, el Reino de Dios oculto y presente, presente y activo en todo: en la flor de San José, en el zorzal que canta, en la sonrisa de un bebé, en el drama de un refugiado, en la acción de un profeta. Esa Presencia te llama. Entrégale tu corazón, tu ser verdadero, libre de miedos, ambiciones y rencores, hecho de compasión activa y feliz. "Misericordia quiero, no sacrificios", dijo también Jesús. Misericordia feliz, no templos ni dogmas ni instituciones religiosas. Misericordia feliz presente en el corazón de todo lo real: he ahí el tesoro que vale por todo y al que podemos entregar el corazón del todo. Eso es Dios.

La palabra de Dios, derivada de la raíz indoeuropea deiv (luz, resplandor), es, sin embargo, la más equívoca y oscura de todas. Su historia es tan compleja y contradictoria como la historia humana, como el corazón humano, o como su cerebro. Comprendo muy bien que tanta gente diga no cree en Dios tal como lo ha entendido y entiende la inmensa mayoría: Señor omnipotente, bueno y justo, anterior y superior al universo, creador y regidor del cosmos. Ente Supremo, distinto de todos los entes, de modo que Dios y mundo serían dos. Esa imagen de Dios fue creada hace 5.000 años allá por Irak y ha servido para explicar la existencia del mundo y para mantener el orden, promover la bondad y evitar el daño mutuo.

Ese Dios apareció en un tiempo y hoy está desapareciendo, algún día desaparecerá del todo. Ya no explica el Big Bang ("¿y a Dios quién lo creo?", preguntan con razón los niños), y no hay ni más orden y bondad ni menos mentira e injusticia entre quienes mantienen la creencia en la existencia de Dios que entre quienes la han abandonado. Basta mirar a la historia, y basta leer a Confucio y Lao-Zi, o la parábola del Buen Samaritano, el hereje o ateo, modelo de quien mira al herido, se compadece, se acerca, derrama aceite y vino sobre las heridas y cuida de él. Se vuelve ángel bueno.

También yo dejé de tener por cierta o probable la existencia de un Dios Ente Supremo, pero quiero poner mi corazón en el Tesoro, el Vacío, la Plenitud, la Nada, el Todo, el Ser o el Corazón indiviso de todos los seres, que se esconde y se revela y ES en todo. En Dios, el Misterio oscuro y sensible como una entraña materna que engendra y da a luz todas las formas. La Llama de la Consciencia universal de la que todos los seres son chispas, chispitas del mismo Fuego sin forma. El amor de todos los amantes y de quienes no llegamos a amar como el corazón quisiera. La Amante de todos los abandonados. Entregar el corazón, confiar en la Realidad, hacerse samaritano compasivo de toda criatura doliente, y ser lo que SOMOS eternamente: eso es creer en Dios, independientemente de las creencias. Y es como crearlo en todo.