ES inevitable: todos tenemos buenos deseos; la paz en el mundo, que nadie muera de hambre, un medio ambiente en equilibrio con la actividad humana, que nuestros amigos y familiares estén contentos y felices? bueno, ya puestos, toda la humanidad; ¿por qué no?

Hoy en día, pedir estos deseos es objeto de chistes y burlas. Tiene lógica: van pasando los años y, aunque el mundo va a mejor, a partir de cierta edad las personas tendemos a parar y pensar ideas así: "Esto ya no tiene remedio" o "Aunque yo haga algo, todo seguirá igual".

Por una vez, podemos empezar por la conclusión. Y esta es que la mayor parte de los seres humanos compartimos el siguiente patrón de comportamiento: "Quiero que a los demás les vaya bien, pero si para ello tengo que hacer algo, debo valorarlo". Si tenemos un familiar enfermo, deseamos que se cure cuanto antes. Hacer una visita, sin embargo, es otra cosa. Nos da pereza. No queremos hambre en el mundo. Pagar a una ONG para realizar una pequeña aportación, sin embargo, es otra cosa. Nos parte el corazón el tema de los refugiados. Millones de personas se hacinan en diferentes campamentos y buscan llegar a Europa como sea. Nos dan mucha pena. Sin embargo, poner nuestra casa para que venga un refugiado es otra cosa. Sí, lo admito: esto es un caso extremo. Pero siempre pedimos al gobierno que solucione estos problemas. Sí, es muy bonito. Lo que ocurre es que el dinero debe salir de algún lado y si soy un funcionario no quiero que me descuenten parte de mi sueldo para afrontar este problema. Bien, una parte del sueldo, a lo mejor sí. Pero un 30%, o más aún, que eso suponga mi puesto de trabajo, no. Desde luego, esta idea es aplicable a cualquier trabajador de la empresa privada.

Tenemos la mala costumbre de delegar parte de nuestra responsabilidad personal en el Estado. Nos han hecho creer que con votar ya sirve y es un engaño enorme. Cada uno puede votar si lo cree conveniente, pero eso es lo de menos. El ejemplo lo tenemos en las recientes elecciones de Grecia o de España. Los mercados financieros estaban tan felices: el ganador no importaba. La razón, para lo bueno y lo malo, es nuestra participación en la Unión Europea, la cual sirve para tener políticas comunes coordinadas. No es el caso de Argentina: la victoria del peronismo ha asustado a las bolsas y el candidato vencedor, Alberto Fernández, se ha reunido con el saliente, Mauricio Macri, para trasladar tranquilidad a los mercados.

Hay aspectos en los que, sin duda, los estados son fundamentales, como las posibles medidas para abordar el cambio climático o la gestión de los refugiados, por ejemplo. Pero siempre podemos hacer pequeñas cosas. Reciclaje diario, ayudas a organizaciones, pequeños donativos económicos o compras e inversiones responsables son posibilidades válidas.

La paz es algo que siempre pende de un hilo. ¿Cómo no estar preocupados con la gran cantidad de protestas que nos asolan? Hong Kong, Líbano, Chile o Ecuador han sufrido manifestaciones que han terminado, además de con grandes destrozos económicos, con vidas humanas. ¿Por qué?

Muchos analistas están sorprendidos de que estos movimientos no hayan surgido en países más subdesarrollados. Una explicación económica vendría dada por la trampa de la renta media; son países que cumplen dos condiciones. Por un lado, no pueden competir con economías más pobres ya que estas tienen los salarios muy bajos y pueden producir a precios ridículos. Por otro lado, no pueden competir con economías más ricas debido a que su tecnología no se ha desarrollado suficientemente y, en consecuencia, no son competitivos en productos de alto valor añadido. Esta idea también se puede aplicar a pequeña escala, ya que es válida para comunidades autónomas o provincias. En todo caso, sí: existe un descontento larvado que se inflama con una pequeña chispa, sea una subida del billete de metro o de la gasolina. Si existiese una transparencia absoluta en las cuentas públicas es posible que la sociedad fuese más comprensiva con la subida de algunos impuestos, pero por desgracia los políticos no están por la labor.

Sea de una u otra forma, una cosa está clara: los trabajos se dividen en dos. Los muy especializados en los que una persona está muy preparada y cobra en consecuencia, y aquellos en los que es fácil sustituir un trabajador por otro debido a que se requiere una baja cualificación. Esto nos lleva a una clase media más diluida y a más conflictos sociales. En este contexto, es primordial el Estado: ¿cómo regular adecuadamente esta situación?

La paz en el mundo siempre ha sido una quimera: los recursos son escasos en comparación con las necesidades y deseos de las personas. Es un principio básico de la economía. El segundo: el intercambio. Para recibir, hay que dar algo a cambio.

Ni el dinero ni la paz caen del cielo.