EN tiempos como estos, con tantas campañas electorales encadenadas y avisados como estamos de que alguna otra nos caerá en 2020, es momento de reflexionar sobre un aspecto común a todas ellas que se ha convertido en tópico: las inevitables promesas electorales.

No me refiero a los programas electorales, necesarios para dejar constancia de lo que los candidatos y sus partidos consideran conveniente promover desde el gobierno y que, por cierto, poca gente lee. Hablo de las promesas electorales, casi siempre de vocación mediática, muchas veces oportunistas, generalmente de poco recorrido y en ocasiones hasta evanescentes, pues algunas al poco de lanzadas se olvidan.

Puede parecer que sin ellas una campaña no sería tal. De hecho, se han convertido casi en un rito. Las promesas ayudan a los candidatos y partidos a mejorar sus expectativas y atraer votantes, son el centro de broncas y polémicas para alegría de los medios de comunicación, en ocasiones hacen ganar elecciones, siempre ponen nerviosos a quienes las hicieron y casi nunca se cumplen tal cual estaban formuladas. Incluso hay veces que se esfuman y luego reaparecen, como si hubieran estado hibernando hasta que llegase la campaña adecuada.

Pero ¿son realmente necesarias? ¿Por qué nos las hacen una y otra vez si en el fondo sabemos que muchas veces son solo aire? ¿Y por qué les damos tanta importancia y casi las exigimos a los candidatos? Hace más de veinte siglos, alguien que conocía bien el tema realizó unas curiosas reflexiones al respecto. Quizás hoy resulten útiles.

Quinto Tulio Cicerón, hermano del famoso orador romano Marco Tulio, fue un soldado duro y enérgico a la vez que un hombre cultivado. En su Commentariolum Petitionis, un pequeño manual electoral que escribió como ayuda para la campaña electoral de Marco al Consulado de la República Romana del año 63 a.C. (campaña en la que, por cierto, este barrió a los otros candidatos, incluido el peligroso Catilina) analiza el cómo, el por qué y el para qué de las promesas realizadas a los electores.

Las ideas de Quinto sobre el asunto no tienen desperdicio y son de una claridad meridiana, además de nada convencionales ni políticamente correctas: “los hombres no quieren solamente recibir promesas, sobre todo cuando se trata de un candidato quien las hace, también quieren que este se las haga con liberalidad y deferencia”. Luego el candidato no debe dejar de hacer promesas a los electores, es exactamente lo que esperan y exigen de él.

Pero, una vez hechas, ¿no hay que cumplirlas? Quinto lo tiene claro: “Lo último que se ha de temer es que se enfade la persona a la que se ha mentido” (al no cumplir lo que se le ha prometido) porque “las promesas electorales quedan en el aire, no tienen en principio un plazo determinado de tiempo para cumplirse y afectan a un número limitado de gente”. Son una expectativa de beneficio futuro del elector, pero cuándo llegará ese futuro es otro cantar.

Por el contrario, “las negativas granjean, de manera indudable e inmediata, muchas enemistades”. Según Quinto, “los ciudadanos se enfadan mucho más con quienes les han dado una negativa que con aquel que, al parecer, se ve impedido a cumplir su promesa (anterior) por algún motivo importante pero que, si de algún modo pudiera, cumpliría gustosamente lo prometido”. Por ello, un candidato nunca debe negarse directamente a algo, sino prometer hacer lo posible al respecto, dar la sensación de estar en ello y que, cuando sea posible, cumplirá lo prometido.

Quinto remacha su razonamiento sobre la naturaleza humana con una consideración general: “Todos son así, prefieren una mentira a una negativa” y en todo caso “siempre es preferible que, de vez en cuando, unos pocos se enfaden con el candidato en el foro a que lo hagan todos a la vez”. Una negativa la creen todos y se enfadan. Una promesa no cumplida solo enfada a algunos.

Además, Quinto recuerda que todo candidato debe cumplir tres reglas en su campaña. La primera es que todo su esfuerzo debe dirigirse a mostrar que“es la esperanza de los ciudadanos”, pero “evitando al máximo concretar su política”. Es decir, debe vender su imagen y crear expectativas, pero sin pillarse en lo posible los dedos con promesas genéricas, las más difíciles de cumplir pues su ámbito es general y afectan a muchos intereses contrapuestos.

La segunda es que “lo que un candidato tenga que hacer debe mostrarse dispuesto a hacerlo con interés y de buen grado”. Al fin y al cabo, si ha de hacerlo es mejor que parezca que lo hace motu propio, con naturalidad y convencimiento. Pura imagen.

La tercera es digna de figurar en los escritos de Maquiavelo: “Aquello que el candidato no sea capaz de hacer debe amablemente negarse a hacerlo, o no negarse: lo primero es propio de un hombre bueno, pero lo segundo es propio de un buen candidato”. Más claro (y falto de ética) es imposible.

En la época de Cicerón, las promesas eran un mero truco para atraer el voto, y funcionaban. En la nuestra, tan innovadora para otros asuntos, ¿han cambiado? Creo que nada. Si no, ¿por qué siguen los candidatos prometiendo a veces cosas imposibles y, aun sabiendo que es un reclamo, se les acepta?

El propio Marco Tulio lo explicó: “No hay nada tan increíble que la oratoria no pueda volverlo aceptable”. Así que para vendernos promesas electorales basta utilizar las palabras y gestos adecuados. Está claro, nos gusta el teatro.