SUPONGO que cuando los primeros coches comenzaron a circular por las calles de Bilbao -el primero de Bizkaia perteneció a Salustiano Mogroviejo, que matriculó un Delahaye el 23 de febrero de 1902-, la polémica popular sería parecida a la que ahora genera la presencia de los patinetes eléctricos en nuestro entramado urbano. Aquellos primeros vehículos llegaron como una amenaza para el peatón, que veía cómo los motores de explosión arrinconaban a los caballos hasta dejar a estos animales como elementos de diversión, para las élites, o de trabajo, para las clases más modestas y los agricultores. Ahora que la vida fluye a velocidad de vértigo, los patinetes toman las calles con la misma celeridad y se desplazan por ellas en un visto y no visto. En esta época en la que prima el momento, donde el futuro no existe y el pasado es solo un recuerdo, subirse a un patinete eléctrico permite desplazarse con autonomía y comodidad en el intrincado tráfico, automovilístico y peatonal, de las ciudades. Y ese es su problema. Las actuales urbes tienen bien delimitados sus espacios. Por un lado, los vehículos de ruedas; por otro, los que se desplazan por vías ferroviarias; y un tercero, para los peatones. Sin embargo, los patinetes, y sus jinetes, son demasiado débiles para circular junto a coches, camiones o autobuses y demasiado rápidos para compartir aceras con peatones. Buscar el equilibrio es cuestión de adaptación y la solución para un presente sin retorno.

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