hEMOS acudido a la palabra “diáspora”, de origen griego, para expresar una de las peculiaridades históricas más dolorosas del pueblo vasco en los dos últimos siglos, en los que debido a diversos factores, en ellos concurre la política, se expatriaron de la natal, miles de personas. Aunque somos un pueblo de navegantes y de los nuestros emergió Elcano, el primer hombre que bordeó la cintura de la tierra, en el siglo XIX comenzó una importante sangría migratoria, derivada de las guerras que denominamos carlistas. Un núcleo importante de nuestra población parte a América. Ya tenemos un Batallón Vasco de dinamiteros en Montevideo, en su Guerra grande (1839-51) con la condición expresada a Manuel Oribe, que aceptó, de que sus mandos fuesen vascos.

Los vascos dejaron pronto el campo de batalla y se allegaron a la pampa inmensa de hierba verde y se involucraron en un oficio antiguo para ellos y que América les reconoció como nuevo: el de pastores y luego, el de terratenientes, dueños de saladeros, gente de empuje y trabajo: no solo en Argentina y Uruguay se reconoce aquello de la palabra de vasco, como un ejercicio de lealtad, y su mérito empresarial y la persistencia de superación: muchos presidentes fueron nietos de expatriados, formados en la Universidad. Nombro dos por su reconocimiento al hecho vasco: Roberto Ortiz Lizardi, hijo de navarros, que editó el bienhechor decreto de entrada libre de los vascos a la Argentina, 1940, y Juan José Amézaga, que presidio la Gran Semana Vasca de Montevideo, 1943, donde por primera vez se exhibió la ikurriña como emblema nacional vasco entre las banderas de Argentina, Chile y Uruguay.

Las cosas venían rodadas desde 1878 en que los expatriados decidieron en Buenos Aires fundar el Laurak Bat, ejemplar en su trayectoria y decano de los Centros Vascos que hoy se extienden desde la Patagonia a Canadá, a numerosos países europeos y a Australia, Shanghái y Tokio. En ellos priva el espíritu impuesto en el Laurak Bat: que todo compatriota quede asistido manteniendo bolsas de trabajo y socorros mutuos, incluida atención médica, cementerio y capilla, así como un centro de reunión social, con clases y exhibición de bailes, coros, música y pelota, admirados en América por singulares, y mantenimiento del euskera.

La Guerra Civil de 1936 y la posterior Segunda Guerra Mundial (1939-45) provocó un éxodo masivo de vascos a América, con un intermedio de expatriación de principios del siglo XX que unió a los vascos de los siete territorios históricos en la negativa a obedecer el servicio militar impuesto por la abolición foral y la exigencia de las guerras de África. Los vascos optaron por emigrar a América. En el caso de Francia, hubo alarma en el éxodo vasco a trabajar el futuro y no reducirse a ser herramientas bélicas. Los centros vascos recibieron a los vascos, en estas oleadas sucesivas, con los brazos abiertos, procurando ayuda espiritual y material para el remonte de sus difíciles vidas errantes. El Centro Vasco de Caracas, fundado oficialmente en 1950 con la presencia del lehendakari Agirre, fue un acto de desafío a las autoridades españolas y un empecinado esfuerzo por ser consecuentes con la ideología nacional vasca.

Era un deseo de supervivencia nacional que apuntalaba la determinación de aquellos hombres y mujeres que perdieron una guerra que no empezaron ni quisieron, apoyado el golpe militar peninsular por los militarismos circundantes europeos. Tachados de rojos, separatistas, masones... como si siendo cierto, que no lo era, valiera el sacrificio de sus vidas. Se repitió, como en el genocidio de los judíos sefarditas de 1492, la expropiación de sus bienes que al parecer no estaban contaminados por tal grave mal.

Los centros vascos, Eusko Etxea, fueron portavoces de semejante sentimiento de reclamo libertario y contumaz desafío de ser Humanidad Vasca pero respetuosa con el país de adopción, patentizando su deseo de sobrevivir con dignidad a su desdicha, de mantener la causa que los llevó no solo a la prédica política representada en su máximo partido, PNV-EAJ, sino a la lucha en los frentes y manteniendo un gobierno en el exilio con su lehendakari José Antonio Aguirre y en el que actúa Manuel Irujo, el hombre de Lizarra. Una excelente combinación de pueblo y líderes que unió la resistencia interior contra el franquismo a la resistencia exterior encabezada por los exiliados. Es imposible olvidar, entre tantas cosas meritorias a recordar, la trascendencia de la Editorial Ekin de Buenos Aires, salvando la cultura vasca incinerada en el país, o el reclamo valiente de Radio Euzkadi desde la selva venezolana. En ambas acciones encontramos Irujos de Lizarra.

La diáspora vasca, escenificada en sus Eusko Etxea, fue y sigue siendo un excelente trabajo coordinado, resultando dignas embajadas vascas. Punto de encuentro entre culturas diferentes en las que subyace el sustrato vasco. Si la palabra es el espejo de la acción -lo aseguró Solón-, fueron aquellos antecesores expatriados ejemplo de ello. Transmitieron a sus descendientes y al mundo, la esencia de su comportamiento libertario.

Celebrar, como se ha hecho, el Diáspora Eguna conforta el ánimo. Es reconocer que aquellos hombres y mujeres no fueron quijotes ni lucharon contra molinos de viento sino que, al modo vasco, cumplieron su palabra de persistir contra la adversidad personificada en el hambre, en el reto de trabajo y educación, en la inserción de otros modelos de cultura y vida, todo ello muy difícil. Pero seguimos en el empeño, estando aquí y allí.