cUANDO mataron a Juan Manuel García en San Sebastián, la viuda juntó en una mesa a todos sus hijos y les formuló la siguiente pregunta: ¿Queréis que nos vayamos? Porque en los 80 el miedo era tan libre que a veces era mejor viajar. Después de que ETA asesinara a López de Lacalle, alguien pintó en su calle: “Lacalle jódete”; no debían de tener suficiente con el tiro en la nuca. La familia de Mikel Zabalza acudió días después de su detención al cuartel de la Guardia Civil a preguntar por su paradero, “búsquelo en objetos perdidos” le contestaron. En la tumba de Ordóñez, alguien escribió “devuélvenos la bala”. A Ainara Carrasco alguien en fiestas de Arrasate se le acercó y le susurró un Gora ETA humillante, sólo hace diez años. Relatar los detalles que explotaron antes del tiro, o durante o después resulta necesario. Porque sólo así lograremos ser conscientes del impacto que ha tenido la violencia en nuestras vidas. Incluso haciéndolo bien, planteando una transición post-ETA llena de honestidad y valores, habrá damnificados que jamás lograrán superar el haber estado dentro una diana. Es algo común: quienes han sufrido el golpe del terrorismo no terminan de ser los mismos, normal, porque el ser víctima también implica una serie de sufrimientos añadidos, que no sólo tienen que ver con el golpe directo de la violencia. Tras una amenaza hay un entorno familiar, profesional o político que pasa miedo. Y precisamente ese fue el objetivo ventajista de ETA, atemorizar a quienes tenían unas determinadas ideas. Ante tanto dolor, que en algunos sectores políticos y profesionales fue cotidiano, conviene que los relatos que aparezcan sean contrastables con el pasado y que estén orientados hacia la reconstrucción del tejido ético dañado por la cultura del odio que hizo posible justificar y ejecutar tantos asesinatos. El relato nunca puede estar supeditado a la autojustificación, o a salvar un pasado que, se empeñe quien se empeñe, ya no es salvable, porque nos hirió en lo más profundo.

El relato tampoco puede mezclar situaciones de dolor o, en el ánimo de dar la sensación de que aquí hay una especie de empate de tragedias, tampoco puede plantear una especie de inflación victimaria, que lo mismo cuenta el caso de una persona asesinada a sangre fría con un tiro en la nuca por pensar diferente que el fallecimiento de un preso, responsable de dos asesinatos, que ha muerto de un infarto en la cárcel. Hay muertes y circunstancias que nunca deberían haberse producido y hay ausencias que duelen, sin duda, pero eso no les convierte en víctimas de la violencia política. Esa equiparación supone tanto como viciar la consideración ética hacia la muerte violenta.

Detrás de ese esquema hay algo de crueldad, porque rebaja a la víctima a una sucesión de hechos notariales, sin advertir que la seriedad moral ante la definición de qué implica ser víctima, supone muchas veces hilar fino. El discurso de la empatía ante el dolor del otro es válido, siempre y cuando no esté al servicio de la exculpación de responsabilidades. Enfrentarnos a la verdad, implica cierto grado de desnudez porque las víctimas de la violencia no sólo nos hablan de un drama, sino que también nos descubren en nuestros vacíos, en nuestros silencios, en nuestra lejanía moral. Por eso conviene no tener la tentación de la equiparación, o aún peor, de la compensación del dolor, de ahí que sea necesario fijar con nitidez la frontera que separa a una víctima de la violencia de alguien que ha sufrido por la violencia. Y no sólo es una cuestión de preposiciones. Porque contar víctimas sin ese rigor, en realidad, es la mejor forma de despreciar un caudal sufriente que todavía está a flor de piel. Generar espacios de empatía entre víctimas exige ese paso previo.

Poner el relato al servicio de una historia exculpatoria, en lugar de utilizar el relato como herramienta para fortalecernos éticamente es empeñarse en el error de la ocultación. Porque tratar de escenificar un tiempo y lugar en el que todos sufrimos, en el que todos fuimos responsables es tanto como decir que en realidad nadie fue responsable de aquello. Porque, con esa pretensión, el relato siempre será esclavo de los horrores del pasado. Y no, no todos elegimos estar entre quienes agredían.

Aquí no han existido violencias cruzadas, ni dos ejércitos legítimos que se han enfrentado, ni mucho menos un enfrentamiento entre dos pueblos, ni tampoco una responsabilidad diluida en que “todos cometimos errores”. Que haya sufrimiento y víctimas de la violencia policial, no supone que tengamos que hacer un relato igualador, porque las víctimas no se compensan, en todo caso se suman. Como dice Carlos M. Beristain “el reconocimiento de la pluralidad del sufrimiento de violaciones de derechos humanos cometidas y el asumir la responsabilidad del Estado en ello no tiene por qué suponer igualar los mecanismos de victimización ni aceptar simetrías o decir que todo ha sido igual”. La memoria, el recuerdo, los miedos individuales y colectivos, el legado, la participación en asesinatos, los derechos de las víctimas que a su vez han sido victimarios? todo este tipo de cosas son áreas delicadas pero que requieren un consenso mayoritario. Por eso, este debate no se puede reducir a una batalla de relatos, es decir, no puede ser principalmente un debate entre una memoria idealizada y sin problematizar (casi siempre exculpatoria con los victimarios), y una visión en la que los malos siempre han sido los otros, no. Creemos que el debate ha de partir de la visión crítica para con el pasado, que trata de bucear también entre lo que no nos gusta, como única forma, en realidad, de construir un buen futuro y de quitarnos el baldón de la violencia que todavía (aunque algunos se tapen los ojos) arrastramos. No caigamos en el error de lo difuso otra vez, porque eso supondría humillar a gente a la que durante demasiado tiempo le dimos la espalda mientras sufría.