UNA democracia se marchita cuando se ve incapaz de adaptarse a la evolución de los tiempos. Cuando las leyes que la sustentan se quedan obsoletas, anquilosadas, y sin proyecto regenerador.

Llegados a este trance, los padres de la patria esgrimen abusivamente el látigo y la amenaza de una Constitución demasiado arcaica y coercitiva. Muy poco dúctil para ir adaptándose a las necesidades más urgentes de una sociedad cada día más versátil y, con alarmante frecuencia, más desigual.

En pocas palabras, se nos impone una Constitución, hoy por hoy seca, sin brotes. Unas normas que no parecen ofrecer caminos más resolutivos y esperanzadores.

Quizás esto sea debido a que, por añadidura, muchos profesionales de la política -al menos los que viven de ella- se han quedado secos o quizás empantanados. Sin más ofertas a la ciudadanía que sus sobados discursos y su exigua ciencia.

La verdad. No veo que últimamente el bullicio parlamentario esté aportándonos grandes soluciones a las preocupantes deficiencias sociales.

Y es que gran parte de la movida parlamentaria se reduce en demasía a una auténtica gresca de vecindad entre los que rompemos España -que dudo que alguna vez estuviera gozosamente entera- por tratar simplemente de sentirnos vascos o catalanes, los fontaneros? de la sacrosanta e imperial unidad y el desafinado coro de denuestos -con pedradas- entre los que rapiñan el erario y los del tú más, los turiferarios del Ibex? etcétera.

¿Realmente es la sociedad lo que les preocupa -que para eso fueron elegidos- o el boato que les asegura las ubres del partido?

Y, la verdad, no sé qué es más criminal, si plantear una consulta ciudadana o desentenderse tan olímpicamente de las urgencias de la sociedad: sanidad, educación, catástrofes humanitarias como la emigración, el problema de la vivienda?

Y a lo que voy: cuando los políticos se enzarzan en sus vergonzosas politiquerías y se desentienden de los auténticos conflictos, empieza el festival de los jueces?. ¡Y vaya festival!

No lo sería si la judicatura fuera una auténtica respuesta a la separación de poderes. Y ya sabemos cómo y quiénes eligen a los altos togados.

¿Qué demócrata duda de que en este Estado tan carpetovetónico, el Constitucional, Poder Judicial, Supremo y aledaños tienen su santo y seña? Un santo y seña tan específico -raíces propias, quizás desde la España una, grande y libre- como restringido.

Pues eso. Vista la indolencia o quizás cierta maligna connivencia de muchos políticos con los jueces, estos apañan los conflictos más enrevesados y entran a saco. Y se hacen los amos del cotarro, haciéndose dueños y señores de vidas y haciendas. ¡Cuántas utopías salvadoras, de tantos Tomás Moro se estarán cargando!

La prisión para ciudadanos que se expresan democráticamente, juicios políticos, que así los vemos muchos ciudadanos, etcétera. Y, por supuesto, aberrantes sentencias que destruyen la vida de sencillos ciudadanos como, por ejemplo, los de Alsasua.

¿Y qué nos queda en los parlamentos para más gloria de Dios y salvaguarda de la patria? La España que aporrea los escaños cuando los demócratas se expresan, los salvapatrias amenazantes con aires de tiempos siniestros, los voceros de la España de la cruz y del sable?

Comentaba con alguien que los aires de esta derecha de nuestros pecados nos evocan con irreprimible temor a aquella derecha del 36. Parecía que con la Transición se había mitigado. Vana ilusión. Ahí sigue. Tan presente, envalentonada y amenazante como siempre.

Algo hicimos mal. O realmente nada hicimos para que esta vieja guardia neofalangista, neofranquista o simplemente fascista hubiera entrado en las formas democráticas.

Y esto es lo que me preocupa, que las líneas fundamentales de la judicatura estén diseñadas por estos personajes tan sibilinos.

Algo habremos de hacer con estos jueces y políticos del statu quo... o que Dios nos coja confesados. * Escritor