A HORA que retumba el pistoletazo de salida hay un consejo que sirve para cualquier sigla, sea cual sea su orientación. Es preciso saber lo que se quiere; cuando se sabe, hay que tener el valor para decirlo y cuando se dice, es menester tener el coraje de realizarlo. Mientras los científicos dicen que estamos hechos de átomos, uno está convencido de que estamos hechos de historias. Y que con esa materia prima van, vamos, a buscar el voto que más nos convenga, que más nos convenza. Uno puede ser nacionalista, de izquierdas o acérrimo militante de la derecha, tanto da. Cada uno de ustedes ha de acudir a la urna antes con la libertad de conciencia en la mano que con la papeleta mientras sean conscientes de que siempre es mejor ser conductor que conducido.

Las elecciones que se avecinan, estas o cualquier otras, se resumen en una elección simple: escoger entre los indignos y los indignados. El voto que a partir de ahora comienza a rumiarse se maneja en esa libertad a la hora de escoger. Mirémoslo con un ejemplo más blanco. Lo importante es que todos tengamos derecho a elegir y yo elijo el libro tradicional, el de papel, el que huele a tinta, el que cruje entre las sábanas o ante el abrazo de un sofá, ese libro que se calienta contra mi pecho y el que me habla al oído. Hay otra gente que opta por no leer ni los avisos de la comunidad de vecinos y alguno que otro que prefiere, qué sé yo, el libro electrónico.

En cada clan de los militantes se repite el mismo problema: han sido diseñados para odiarse entre sí. Para ignorarse, también. Es lo peor de la herencia política que hoy sale del despacho del notario y comienza a espolvorearse. Uno casi prefiere pensar que somos lo que hacemos para cambiar lo que somos. ¿Es necesario cambiar? Un poco casi siempre. Es lo que van a prometernos desde el atril. Habrá que prestar atención porque mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo.