HACE ya unos días, en el muelle de Bilbao, se dio una numerosa concentración en protesta y denuncia al Gobierno español por impedir que el buque Aita Mari zarpase al Mediterrano para recoger emigrantes y así impedir que se ahoguen. Resulta intolerable que un gobierno prohíba a sus ciudadanos que tomen decisiones y actúen en consecuencia para evitar la muerte de otras personas. Intolerable e indefendible

Pero algunos lo defienden.

El jurista Ruiz Soroa dice en El Correo (5 de febrero) que está bien que los gobiernos, entre ellos el español, impidan a los barcos matriculados en su territorio ir a salvar náufragos inmigrantes al Mediterraneo. Dice que no hay que ayudar a las víctimas inmigrantes -a los que quedan pocas horas para morir ahogados- porque así estamos dando cobertura a un práctica ilegal (legitimando un fraude de ley) cometida por las mafias de traficantes con este tipo de transporte. Dice que lo primero es cumplir la ley, al margen de que su cumplimiento lleve aparejado que se ahogan cientos de emigrantes, por lo que los Estados deben impedir que se ayude a esos inmigrantes. Se supone, por tanto, que cuanto más ahogados, más posibilidades hay de que se cumpla la ley: porque no querrán venir, los traficantes dejarán el negocio, no más ahogados.

También podíamos leer en El Mundo en los mismos días que cuanto más barcos de rescate, más ahogados. El argumento consiste en suponer que si los emigrantes saben que no van a ser asistidos en la travesía del Mediterráneo, no lo cruzarán y, por tanto, no se ahogarán. Se supone.

Mas allá de la terrible afirmación del jurista consistente en que el hecho de que los emigrantes se ahoguen es un efecto colateral -no deseable, pero inevitable- del objetivo superior y deseable del cumplimiento de la ley, el argumento de fondo de ambas lecturas es que la persistencia de ahogamientos colectivos (al no tener ayudas) hará que los emigrantes dejen de utilizar estas rutas. Por supuesto, no se dice al cabo de cuántos miles de ahogados se producirá dicha retirada. Además, en cualquier caso, el argumento es falso. La mayoría de los emigrantes no deciden, tras un elaborado proceso de análisis de ventajas e inconvenientes, permanecer en su territorio o salir y evidentemente no están en condiciones de decidir cuál es la vía más racional, legal y segura por donde salir. Tienen que salir por donde pueden. Por donde pueden es por donde hoy salen, porque no existen disponibles otras vías alternativas supuestamente seguras. Y punto.

Los gobiernos europeos, incluido el español, no se molestan en hacer estas disquisiciones sobre si a la larga es mejor o es peor para la humanidad que existan más o menos ahogados. Sin más, aplican la política europea de creciente radicalización en el rechazo al acceso de emigrantes; sin condiciones ni excepciones. Vienen a decir que si la misma implica la muerte de los emigrantes, es problema de lo emigrantes. Que si no quieren morir ahogados, la solución es muy clara: que no se muevan de sus casas, donde tampoco se está tan mal como dicen. Y en cualquier caso, que viajen en avión. Es mas seguro. Y es lo que hay.

La actual política frente a los potenciales y reales ahogados -van ya 35.597 oficiales solo desde 1993? y los que seguirán-, que solo merece el nombre de criminal, se presenta como apoyada en la legalidad. Faltaba más. Así, en nuestro caso del Aita Mari, con la ley en la mano -ni siquiera ley sino majadera excusa- se dice que es un barco que legalmente no puede llevar emigrantes. O sea que legalmente es mejor? que se ahoguen.

En esta línea, la legalidad europea se concentra y extiende en la criminalización de la solidaridad. Los Estados miembros -así lo dice la ley- deben sancionar a cualquier persona que ayude a entrar o transitar dentro de la UE a personas no nacionales de un Estado miembro. Y queda a criterio de los Estados no penalizar a quienes actúen por motivos humanitarios. Se trata de una criminalización generalizada, que lo mismo se aplica a misiones de salvamento marítimo, a vecinos y vecinas, estudiantes, personas jubiladas, agricultores, bomberos etc., a lo largo del continente europeo. En cualquier caso, la efectividad de la criminalización de la solidaridad se mide más por la extensión del miedo difuso, que por el número real de condenas.

Este escenario hace no solo conveniente sino necesario el ejercicio de la desobediencia civil. La desobediencia civil pasa a ser una acción o sucesión de acciones en busca de espacios liberados y se convierte en una forma de no-colaboración con la barbarie, transitando de lo legal a lo ilegal como un acto de justicia democrática. Se trata de revertir esta ofensiva xenófoba, combatir la criminalización de la solidaridad, desobedecer y asumir a las personas migrantes como sujetos políticos. Ni la ayuda humanitaria ni la solidaridad entre seres humanos puede ser ilegal.* Catedrático emérito de Ciencias Políticas de la UPV/EHU