MALAS noticias han llegado, de nuevo, procedentes de Oriente Próximo, como es la dimisión del primer ministro palestino, Rami Hamdala, y su equipo de gobierno, integrado por independientes y técnicos. Una renuncia que invalida el acercamiento que se había producido, en 2017, entre Fatah y Hamás, los principales partidos palestinos, uno gobernando en Cisjordania y el otro en Gaza, desde hacía 11 años. El presidente Mahmud Abbas tendrá que buscar un nuevo candidato idóneo entre sus filas que sea capaz de dirimir esta crisis. La fallida Ley de Seguridad Social, que ha provocado huelgas y manifestaciones, contra la que se oponía frontalmente Fatah, ha sido la puntilla a este intento de reflotar la nave palestina. Porque, a pesar de este acercamiento para devolver Gaza al control de la Autoridad Palestina, las tensiones y la desconfianza entre Fatah y Hamás son un cisma difícil de resolver. Más aún ante el falso temor de Fatah a que las negociaciones indirectas de Hamás con Israel para apaciguar la violencia de los últimos meses, así como el apoyo de Egipto y las donaciones millonarias de Qatar, puedan derivar en un acuerdo para crear un Estado palestino en Gaza, separado de Cisjordania.

Pero mientras los palestinos divididos son un frente debilitado, Israel prosigue en su política de impedir que pueda constituirse de ninguna de las maneras un Estado palestino. Por una parte, está la negativa de restablecer las negociaciones, rotas desde 2014; por otra, mientras Netanyahu y su coalición de partidos derechistas siga en el poder, no admitirá más realidad que el Estado de Israel, aplicando sin contemplaciones su martillo pilón combinado de imposición militar y colonización. De tal modo que, aprovechando la coyuntura favorable del desinterés internacional o la falta de presión adecuada, se programó, esta pasada Navidad, una expansión de los asentamientos en Jerusalén y la construcción de una circunvalación exclusiva para israelíes. Así lo explicaba Nabil Sahat, responsable de la OLP: “Están echando a la cuneta a los vecinos mediante la demolición de casas, mientras sus barrios se convierten en enclaves aislados”. La vía que pretende crearse agravará la separación entre los palestinos de Jerusalén y Cisjordania y comprometerá, más si cabe, la viabilidad de un futuro territorio cohesionado. La nueva calzada, de forma elocuente, ha sido bautizada extraoficialmente, no sin razón, como “carretera apartheid”, tanto por pacifistas israelíes como por los palestinos.

A esto se le une la aprobación de la construcción de un asentamiento en Givat Eitam, que impediría cualquier posibilidad de expansión de Belén. Pero la puntilla a esta serie de malas noticias ha sido la que anunciaba la expulsión de los observadores internacionales de la ciudad de Hebrón (TIPH). La misión fue concebida como parte de los Acuerdos de Oslo de 1993. Se trataba de un protocolo que llevaba siendo ratificado desde 1997 y que el mismo primer ministro Netanyahu firmó en su día. La medida fue tomada a raíz de que, en 1994, un colono extremista, Baruch Goldstein, matara en la mezquita de Ibrahim a 29 palestinos a tiros. La histórica urbe se halla dividida en dos zonas, una de mayoría palestina y la otra con 800 israelíes que conviven con unos 40.000 palestinos israelíes. El motivo de tal repentina decisión ha sido el informe filtrado del TIPH que denunciaba no menos de 40.000 incidentes graves entre 1997 y 2017. Pero, sobre todo, la conclusión de que la convivencia en la ciudad ha empeorado de manera significativa, denunciando los títulos de propiedad de muchos colonos y las restricciones de movimientos de los palestinos.

No hay duda de que el futuro de los palestinos ha entrado en una última fase, en la que las posibilidades que se puedan dar de que algún día gobiernen de forma independiente se tornan casi un imposible. Por un lado, la división de la propia comunidad palestina invalida cualquier posibilidad de presión firme y eficaz, amén de que no encuentran soluciones ni respuesta para enderezar la grave realidad de la deteriorada vida de su pueblo.

Gaza es un pozo de miseria que se sostiene precariamente solo gracias a la ayuda internacional, con pésima sanidad y terribles condiciones de vida. Mientras Israel, tras el aval que le ha concedido EE.UU. al reconocer a Jerusalén como su capital, ha aprovechado para acelerar un proceso de colonización y hebreización del territorio bajo su control. Las intenciones de los halcones no son, ni nunca lo han sido, permitir la constitución de un Estado palestino. Así que todas sus políticas están destinadas a impedir que eso sea posible.

La colonización y el favorecer la discordia son los puntos fuertes de un Estado hebreo que aprovecha su situación en Oriente Medio para evitar cualquier sanción importante de la ONU. Y mientras EE.UU. sea su principal aliado, tampoco tendrá nada que temer, ya que es muy difícil que Washington le deje en la estacada, incluso habiendo un demócrata en la Casa Blanca. Recordemos que hasta el propio Obama fue muy tímido a la hora de exigir a Israel un cambio en sus políticas internas. Solo al final de su mandato cambió permitiendo que se aprobase una condena de los asentamientos ilegales cuando ya no iba a tener ninguna incidencia práctica. De seguir así, los palestinos van a convertirse en una comunidad sin futuro, si no están sentenciados ya, incapaces de salir del agujero de la Historia en el que se hallan.

La posibilidad de revertir estos hechos es cada día que pasa más complicada. La posición de fuerza de Israel imposibilita cualquier alteración de su estatus como país colonizador y la propia división de los palestinos solo favorece que este proceso sea más sencillo para ellos, enfrentándose a puntuales estallidos de violencia que solo refuerzan sus posturas inmovilistas. Únicamente un vuelco, poco probable, en las próximas elecciones hebreas alteraría este panorama. También lo haría, pero es aún más difícil de lograr, una postura firme de la ONU que busque salvar al pueblo palestino de su extinción.