EL crecimiento que ha experimentado el Athletic desde que cambió de entrenador está suficientemente acreditado. Las sensaciones que en general han dejado sus actuaciones tienen un reflejo directo en los números. Como sucede casi siempre que se analiza un tramo del calendario de una cierta duración, en este caso diez jornadas ligueras más tres partidos de Copa, es posible establecer una relación causa-efecto entre el funcionamiento del equipo y la estadística.
Idéntico ejercicio aplicado a la etapa de Eduardo Berizzo, que abarcó catorce citas de liga y una de Copa, permite concluir que si entonces el equipo penaba en la cola de la clasificación era porque no sabía competir con garantías.
El salto es sustancial y se ha repetido hasta la saciedad que obedece básicamente a las profundas correcciones introducidas por Gaizka Garitano en la faceta defensiva. El Athletic empieza a sacar la cabeza gracias a que ha dejado de ser vulnerable. Concede poco porque sin balón se ha hecho fuerte en el plano colectivo. Trabaja bien para neutralizar las bazas ofensivas de sus rivales y destaca por tres conceptos: intensidad, orden y solidaridad. Con esas virtudes y una acertada lectura táctica en muchos de sus compromisos, ha orientado a su favor la mayoría de los marcadores.
El plan de choque que ha desarrollado el actual técnico le alcanza para complicar la existencia a cualquiera que se le ponga delante y además, con una altísima frecuencia, compensa toda la parte del juego que depende de la utilización del balón, un apartado donde se detectan carencias, limitaciones, vicios, renuncias voluntarias y hasta consentidas.
Hace bien Garitano mosqueándose cuando le hablan de plazas europeas. Palabras mayores hoy que sin embargo, atendiendo a los resultados propios y ajenos de estos tres meses, podrían convertirse en un objetivo por el que pelear. Objetivamente, seis puntos no son una barrera insalvable a falta de catorce partidos. Pero esta clase de expectativas adquirirán sentido siempre que el Athletic continúe siendo fiel a las instrucciones que figuran en la terapia de urgencia que le ha aupado hasta la undécima posición.
Y quizá ni tirando de casta y disciplina hasta mayo se consolide como candidato a instalarse en la planta noble. Seguro que elude apuros, pero para codearse con los mejores necesitaría elevar sus cifras goleadores, algo que requiere soltura, atrevimiento, precisión y toda una serie de cualidades que hasta ahora asoman con cuentagotas, cuando asoman.
El Athletic se está acostumbrando a comportarse como un digno representante del fútbol áspero. Es eficaz en la destrucción y empieza a gustarse, pero lo hace a costa de aparcar la mayoría de los recursos conectados a la creatividad. La manta con la que se cubre le queda corta, no da para tapar la cabeza y los pies. La potencia de Williams, el mazo de Raúl García, el oportunismo de Muniain y para de contar, de momento no posee otros argumentos arriba. Y el centro del campo apenas aporta luz. El criterio y la agilidad mental son asignaturas en las que suspende casi cada tarde. En el supuesto de que los laterales sean profundos se disimula parcialmente el hecho de que el círculo central no construya.
En Huesca lamentaba el técnico “las pérdidas de balón”. Pases fáciles y controles de manual errados que impiden gobernar un partido, siquiera a ratos, y abocan al equipo a realizar enormes esfuerzos. Si no cultiva la posesión, si la pelota quema y el personal se la quita de encima esté o no presionado, es una baza que se le otorga graciosamente al rival, lo que multiplicado por el alto número de malas decisiones se traduce en desgaste y desánimo, especialmente entre la gente de ataque.
Empieza a ser legítimo dudar de que el equipo vaya a corregir un déficit que durante semanas era asumible porque, como se ha explicado, se trataba de blindarse para cortar la hemorragia defensiva. A lo mejor es casualidad que los dos peores partidos hayan sido los dos últimos fuera de Bilbao, pero se diría que el discurrir del tiempo no alienta la expectativa de ver un Athletic cómodo con balón.