DENTRO de los problemas vigentes y de los cambios estructurales que se nos avecinan, están los nuevos encajes imprescindibles entre la evolución de las capacidades y expectativas de las personas y los sistemas sociales de los que nos dotamos para convivir. Es bueno remontarnos al pasado, no solo para no cometer los mismos errores sino sobre todo para aprender de los aciertos y de las circunstancias que nos han llevado hasta hoy. La historia de la humanidad nos dice que en su mayor parte hemos sido cazadores-recolectores, organizados en grupos pequeños (hasta 100 individuos) y que hace unos 20.000 años se crearon las primeras ciudades, vinieron los asentamientos territoriales, la propiedad con sus normas y la organización social en castas y colectivos especializados con diferentes oficios y cuotas de poder.

Hoy estamos alcanzando, con la globalización y con Internet, un entorno planetario de comunicación grupal y de acceso a servicios y productos a la mayor escala conocida y quizás imposible de superar, al menos dentro del globo terráqueo. Tal vez sean las máquinas, hablando entre ellas, las que dominen las futuras comunicaciones de las interacciones inteligentes del futuro. Por ahora, casi todo humano (dos de cada tres) está ya etiquetado con una dirección electrónica desde la que puede interactuar con otros: personas, máquinas y organizaciones, conocidas o no. Es un terreno inmenso y abonado para los agentes que se encargan del comercio a gran escala y del desarrollo económico liberal a través de nuevas formas de innovación de negocios, intermediación y desarrollo de productos. Todo ello conduce al rápido crecimiento de los negocios llamados globales, en detrimento de los locales. La tecnología -robótica e informática- ayuda más a los grandes que a los pequeños.

Pero por otra parte, queremos evolucionar hacia sistemas más democráticos, en los que los individuos tengan mayor participación en las decisiones y en los diseños de las posibles soluciones. Esta demanda de mayor participación social -en la política, la empresa y la sociedad- opera de manera inversa al tamaño del grupo humano al que afecta. Genera menos implicación y es menos eficaz en tanto el colectivo es mayor, y esto lo observamos cuando hay votaciones de distinto nivel territorial, desde las europeas a las municipales.

El individuo se siente más concernido en lo cercano. Le importa más lo que pasa en su familia que lo que pasa en el pueblo y esto más que lo que pasa en su comarca. No es falta de responsabilidad, sino que es nuestra naturaleza social la que actúa inteligentemente para la selección y cultivo de las relaciones más valiosas. El principio de reciprocidad y el altruismo operan más intensamente en lo cercano -es un principio biológico de organización social animal- por ser el espacio en el que probablemente nos pueden retornar mayores beneficios en un próximo futuro.

Todas nuestras aspiraciones de igualdad, fraternidad y libertad están en clara contraposición con los sistemas jerárquicos de tamaño medio y grande, con los que organizamos la vida profesional, política y social. Los sistemas que han propugnado un régimen comunitario de visión centralizadora de la sociedad han fracasado y quizás este trío de atributos de los grupos humanos -dimensión, jerarquía e igualdad- están en colisión permanente y son fuente de un gran número de incoherencias.

La jerarquía, en sus múltiples formas operativas, como la monarquía, las categorías profesionales, los cargos religiosos, las competencias de las comunidades y de los estamentos políticos, los puestos de trabajo, las autoridades, etc. son imprescindibles de cara al gobierno de cualquier colectivo en el que las personas que dirigen y son dirigidas no se conocen. Permiten crear entes abstractos a los que rendir obediencia y a los que aportar recursos. Y cuanto mayor es el número de personas, mayor es la diversidad de entes, su coste, su especialización y mayor el desconocimiento entre los individuos del colectivo. Decimos que somos seres sociales, pero en muchas ocasiones somos dirigidos por entes abstractos que representan niveles de poder impersonales, aunque detrás de ellos hay personas concretas y desconocidas que los ejercen.

Un ejemplo evidente de estas situaciones se produce en relación con el tamaño de las empresas. Quien trabaja por cuenta ajena lo hace en una organización dirigida por otros, que a su vez tiene otros dueños o accionistas que no solo no conoce sino que pueden estar cambiando permanentemente sin ninguna repercusión para él. Podemos decir que, a partir de cierto tamaño, la empresa se cosifica y también la comunidad de propietarios o los servicios públicos. El tamaño genera eficacia por la especialización y la organización sistemática del trabajo, pero esta dinámica será pronto sustituida por la generación de valor vinculada con el diseño, la personalización y la capacidad personal y de los equipos para resolver problemas más complejos. La tecnología dará buena cuenta del trabajo cosístico.

El debate de interés ya no es si izquierdas o derechas, si más centralización o más autonomía, si populismos o los de siempre, si estado o naciones, si Europa o Estados. El debate es si horizontal o vertical y en todos los niveles. Decir horizontal es aumentar la cualificación de las personas para que puedan ejercer la horizontalidad de la responsabilidad y del diseño de lo que vayan a resolver. Decir horizontal es apostar por la cooperación entre distintos y sustituir la falsa generosidad, que oculta el supremacismo, por la reciprocidad amable. Decir horizontal es optar por la organización responsable, social y sostenible de lo cercano. Decir horizontal es trabajar por desarrollar y especializar más las culturas locales. Es pensar en innovar en modos de vida unidos a los territorios diversos y al desarrollo de sus recursos. Es activar la riqueza social que comprende recursos económicos, conocimiento, bienestar, diversidad cultural, medio ambiente y confianza. Decir horizontal no es eliminar lo vertical en todo. Decir horizontal es apostar por el desarrollo humano allí donde haya humanos. Decir horizontal es compartir el conocimiento y no hacer de él una ventaja económica creadora de desigualdad.

Nuestra herencia mental, independientemente del régimen político o social en el que nos desenvolvamos, es eminentemente vertical. “Necesitáis amos porque no sabéis organizaros”, decía Arizmendiarrieta, fundador de las cooperativas, a los trabajadores. Podríamos ampliar esta rotunda verdad empresarial a la política y a la organización social. Pero para ello tendremos que resolver la cuestión de cuál es el tamaño óptimo del colectivo en el que nos desenvolvemos. La buena noticia es que sabemos por experiencia que la mayor dimensión favorece la gestión de las cosas, pero empeora la gestión de los problemas personales y cercanos. Y que una mayor educación cívica y de cooperación -que no quiere decir formación- permite operar en grupos mayores sin problemas. Cuando a los ámbitos personales -como salud, educación, o empleo- les aplicamos soluciones de centralización y aumento de la dimensión, terminan cosificándose. La mala noticia es que nos han enseñado que lo grande es siempre mejor y que el crecimiento cuantitativo es progreso.

Tal vez exista una nueva ruta en la organización social y política que ahorre muchas posiciones enquistadas diseñando lo vertical y lo horizontal de manera más adecuada. Actuar llevando la administración de las cosas a niveles superiores en los que la eficacia genere menores costes y llevando la de las personas cuanto más cerca de éstas, mejor. No cabe duda de que la gestión de las carreteras y la instrucción escolar son cosas de naturaleza distinta. La primera debe plantearse desde los niveles más grandes para crear soluciones de transporte de carácter transnacional; pero los servicios de atención social o la formación deben estar muy cerca de los ciudadanos y sus problemas. No vale para estos últimos, emplear los costes como criterios prioritarios en el diseño de las mejores soluciones.

La horizontalidad debe impulsarse y mucho. Necesitamos un nuevo equilibrio entre la gestión de los recursos y la orientación centrada en las personas. Los servicios relacionados con la calidad de vida y el desarrollo de personas lo requieren. El desarrollo económico, la tecnología y la calidad de vida son mucho más integrables de lo que hoy están si pensamos en una sociedad más horizontal que realmente valora lo cercano y las relaciones personales. Son mucho más integrables que la jerarquía, la participación y la búsqueda de la dimensión consecuencia del “cuanto más grande mejor”, que hoy se lleva pero no nos hace más felices.