NOS dice David Harvey, el prestigioso científico social británico, que nunca sabremos con certeza si Deng Xiaoping fue un “capitalista disfrazado”, como creía Mao desde los tiempos de la Revolución Cultural, o si las masivas reformas que impulsó en China a partir de la década de 1980 fueron una estrategia obligada para restablecer el prestigio económico chino a la vista del creciente poder de sus vecinos, los “tigres asiáticos” (Corea del Sur, Taiwán, Singapur, Hong Kong), y enfrentarse con garantías de éxito a la nueva prosperidad de la región.
El reformismo de Deng coincidió en el tiempo con los comienzos del neoliberalismo en Estados Unidos y el Reino Unido y su posterior extensión prácticamente a todo el planeta. Ello resultó esencial para que el nuevo capitalismo comunista chino (“privatización con características chinas”) prosperara de la manera formidable en que lo ha hecho en los últimos 30 años.
Sin la vasta y profunda apertura comercial y financiera que el mundo ha experimentado de la mano del neoliberalismo y la globalización, el experimento de Deng nunca habría adquirido las proporciones que fue adquiriendo ni hoy estaríamos contemplando seriamente la posibilidad de que China se convierta pronto en la primera potencia económica del planeta.
En China, el neoliberalismo consiste en una combinación entre economía de mercado y poder central autoritario que no es en principio incompatible, del mismo modo que el neoliberalismo global ha necesitado de muchas dosis de poder estatal y autoritarismo para imponerse en, por ejemplo, Chile, Argentina, Corea del Sur, Singapur y, más recientemente, en Turquía y Filipinas.
El autoritarismo en Arabia Saudita o Emiratos Árabes Unidos no ha impedido la neoliberalización en esos países. Y los casos más recientes de lo que podríamos llamar “democracias autoritarias” (Hungría, Sudáfrica, Polonia, Rusia y, ahora, Brasil, por mencionar tan solo algunos casos) no sugieren tampoco que el neoliberalismo vaya a naufragar por causa del autoritarismo de Estado.
Incluso cuando los aspectos autoritarios no son obvios, el modelo neoliberal no puede funcionar sin un Estado fuerte, además de un mercado fuerte e instituciones que permitan su desarrollo.
En el caso chino, el Estado comunista contaba con sobradas razones para utilizar el incipiente desarrollo económico como herramienta de poder político: la liberalización, y las transformaciones socio-económicas que ocasionara, no pondrían en cuestión, en ningún caso, el poder del Partido Comunista de la República Popular.
Así, se decidió optar en un primer momento por la inversión extranjera directa de forma masiva en las Zonas Económicas Especiales, primero en Shenzhen y luego en la zona del río Yangtze y Shanghái. Los empresarios chinos de la diáspora (de Taiwán y Hong Kong, principalmente) jugaron un papel preponderante en todo este proceso. Además, se impusieron límites a la liberalización de los servicios financieros para permitir el dominio exclusivo de los bancos estatales chinos. Todo ello impidió la formación de poderes económicos dentro del país que pudieran amenazar la hegemonía absoluta del Partido.
Se permitió, con muchas limitaciones, el desarrollo del consumo ciudadano en las zonas urbanas, mitigando así la posibilidad de agitación social de una población empobrecida, e impidiendo a la vez el fortalecimiento de una sociedad civil que era necesario tener controlada para evitar llegar a masacres brutales como la de Tiananmen en 1989.
Al desarrollo económico basado en inversión extranjera directa se unió, a partir de 1998, la progresiva globalización de empresas chinas, particularmente en África y Latinoamérica, y también un gigantesco plan de inversión en infraestructuras de transporte, energía y megaproyectos (financiado enteramente con deuda) que ha transformado la superficie física del país y sus ciudades hasta extremos inimaginables.
Solamente entre 2006 y 2009, en tres años, China utilizó mucho más cemento, un 45% más, que Estados Unidos en todo el siglo XX. Y no es desacertado decir que, a partir de la Gran Recesión de 2008, las inversiones y el desarrollo económico chinos han mantenido activa la economía del planeta y han contribuido así a estabilizar el capitalismo mundial.
Esta es, muy esquemáticamente, la historia reciente de un país -más bien una civilización- que quiso salir del subdesarrollo y lo consiguió mediante un desarrollismo autoritario de unas proporciones sin precedentes. Naturalmente, las ambiciones chinas no se frenaron ahí y, a medida que el país se desarrollaba y se enriquecía, las dimensiones de sus logros y su futuro potencial han ido creando la percepción de un cambio de liderazgo en la economía mundial: de Occidente a Asia, de Estados Unidos a China.
Esta percepción cuenta con sobrada evidencia que la apoya, aunque podría debatirse si el siglo XXI va a ser predominantemente un “siglo asiático” de hegemonía china, o más bien un mundo multipolar configurado en torno a una geopolítica compleja y variable con varios centros de poder. Se materialice una alternativa u otra, es innegable que Asia, y China particularmente, se han convertido ya en el principal centro de gravedad de la economía capitalista global.
Hoy, China basa su poder global en varios pilares fundamentales. El país ha creado, como alternativa a la OTAN, la Organización de Cooperación de Shanghái; como alternativas orientales al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial ha organizado el Banco Asiático de Inversiones en Infraestructuras y el Nuevo Banco de Desarrollo; con la nueva Ruta de la Seda (Belt and Road Initiative) China quiere consolidar su nuevo poder económico y comercial global; y, finalmente, China ha creado la Regional Comprehensive Economic Partnership, una organización alternativa al Tratado de Comercio Transpacífico, hoy en horas bajas pero impulsado por EE.UU. con el claro objetivo de impedir la expansión económica del imperio del dragón.
Casi nadie en Estados Unidos admite en público el declive americano (que lleva tres décadas manifestándose), pero el “Estados Unidos primero” de Trump tiene como componente principal una retirada estratégica al proteccionismo que se debe en buena parte a la reconfiguración de poder económico mundial impulsada por China. No olvidemos que ya Obama era consciente de que EE.UU. debía replantearse su papel en el mundo por medio de una limitación de la participación del país en guerras y conflictos.
La naturaleza y la calidad de las relaciones entre Estados Unidos y China va a determinar el devenir mundial en las próximas décadas. Una parte del debate estriba en torno a si una confrontación abierta -y armada- en el punto de encuentro entre una potencia en ascenso y otra en declive es más que posible. Pero otra pregunta de sumo interés es si la nueva posición de poder e influencia chinos traerá cambios cualitativos a la geopolítica y la geoeconomía globales.
A este respecto, hay quienes observan que, a pesar de la expansión de los mecanismos de mercado, la naturaleza del desarrollo en China no sería necesariamente capitalista y el resurgimiento económico del este asiático, tras siglos de hegemonía de Occidente, no vendría como resultado de la convergencia con el patrón occidental de desarrollo, sino de la fusión entre este patrón y el asiático. Si China continúa desarrollándose con éxito, argumenta el economista Giovanni Arrighi de forma un tanto optimista, el resultado puede ser la materialización de una sociedad mundial de mercado basada en una mayor igualdad entre las naciones, dando así la razón a Adam Smith en La riqueza de las naciones.
Es posible ver que, hasta cierto punto, China aporta una hibridación entre el viejo sistema asiático de desarrollo que prevaleció hasta el ascenso de Occidente y el legado del sistema de Estados occidental. No está claro, sin embargo, que el devenir de la humanidad vaya a mejorar simplemente por ello.
Lo que parece fuera de duda es que, si Japón fue el gran beneficiario de la Guerra Fría, China es la ganadora de la “guerra contra el terror” que lleva a cabo Estados Unidos y, por extensión, Occidente; y ganadora también, al menos por el momento, de la batalla de la globalización. El modelo chino de inversiones masivas en infraestructuras y megaproyectos, aplicado en Estados Unidos y otros países, podría salvar a la globalización de las tendencias desglobalizadoras que se expanden sin cesar.